La respuesta
En la sociedad de la comunicación, acertar en las dosis de empatía es extraordinariamente difícil. La firmeza se convierte fácilmente en arrogancia, y los esfuerzos de comprensión, en paternalismo. El volumen de la manifestación del pasado domingo en Barcelona ha sido, por lo menos para mí, una sorpresa. Las apariencias apuntaban a las primeras señales de crisis del movimiento del 15-M. La presencia en las concentraciones iba claramente a la baja, después de que la acampada de la plaza de Catalunya se prolongara mucho más de lo razonable. Y la acción contra los diputados del Parlament denotaba una cierta confusión, en una organización que fue desbordada por los violentos. ¿Por qué, entonces, la manifestación de Via Laietana dobló en participación a la de Madrid, donde el movimiento, desde el primer día, parecía tener mucho más empuje?
El movimiento del 15-M ha tenido la virtud de poner a la vista la gran debilidad de la autoridad de la política
La respuesta se encuentra en la desaforada reacción, tanto desde la política, como desde gran parte de los medios de comunicación, a los hechos del parque de la Ciutadella. Mucha gente, sin ningún compromiso especial con el movimiento del 15-M, la ha considerado arrogante, excesiva y oportunista. Mucha gente ha sentido que se utilizaba la violencia de unos pocos para intentar descalificarlos a todos, incluso a los que no estaban en el lugar pero habían participado de la movida o habían sentido simpatía por ella. Y esta gente ha reaccionado y ha salido a la calle para dar una advertencia: no se pueden liquidar con tanta ligereza unos movimientos que tienen la dimensión que tienen pero que, en cualquier caso, expresan un alto grado de malestar y de impotencia que está en la calle.
En tiempos difíciles, los dirigentes políticos tienen que ser especialmente exquisitos en el trato con las personas. Detrás de las cifras y las estadísticas hay ciudadanos que lo están pasando mal, que se sienten dejados a su suerte, que no entienden por qué tantas reverencias a los mercados y tan poca atención a los ciudadanos. Y cuando tienen la impresión de que un colectivo ha sido tratado abusivamente, con el único fin de desprestigiarlo, le echan una mano.
No hay duda de que es muy difícil hacer política en la coyuntura actual. La política es cada vez más impotente ante el furor de los mercados. Se ha adueñado del capitalismo un poder financiero y especulativo, sin la estrecha vinculación con la sociedad que tiene la economía productiva, un poder que no pertenece a ninguna parte y está en todas. Y frente a él, el poder político, que sigue siendo local y nacional y que ni siquiera consigue formar estructuras supranacionales de gobernabilidad que sean eficientes, es cada vez más débil. Esta verdad de perogrullo, que no se quiere reconocer porque deja tocada la autoridad de la política, el movimiento del 15-M ha tenido la virtud de ponerla a la vista. Y de evidenciar cómo el poder político se ha ido acomodando a esta situación hasta integrarse plenamente en ella, como ponen en evidencia las fugas de algunos personajes de las áreas de gobierno a algunas de las instituciones económicas más representativas de este nuevo capitalismo. De Rato a Ocaña, los ejemplos son abundantes.
Naturalmente, lo peor que le puede ocurrir al gobernante es que la gente se dé cuenta de que está desnudo. De ahí las apelaciones al discurso económico para justificar las decisiones que se toman como algo inexorable. Y son inexorables porque la política no tiene poder para negarse a ellas, no porque haya ninguna ley natural que las convierta en inevitables. Se trata de ocultar la realidad para que la gente no desespere. Pero ¿en una democracia deliberativa esta actitud es sostenible? Las demandas de transparencia incomodan, porque lo que se está pidiendo es que se diga: hacemos las políticas que hacemos porque no nos dejan hacer otra cosa. De modo que la diferencia entre la derecha y la izquierda está en que unos hacen las políticas a las que están obligados con gusto, porque creen en el modelo de sociedad al que responden, y los otros las hacen por obligación. Lo cual no exculpa a la izquierda, al contrario, le añade el agravante de mala fe. Y si todos hacen lo mismo, aunque por caminos distintos, ¿a quién pueden votar los que creen que hay otras políticas posibles? No es tan disparatado decir que hay un déficit de representación.
En cualquier caso, la manifestación del domingo recuerda a los políticos y a los medios de comunicación que las reacciones impostadas, las dramatizaciones excesivas, acaban volviéndose contra quienes las han promovido.
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