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Columna
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Cruz y cara

Manuel Rivas

Aquel crucifijo me acompañó durante años. El de la escuela. Detrás del maestro, en el centro iconográfico, el retrato de El Generalísimo, imbuido de poder presencial, con capa de gran cuello de piel y un bastón de mando. Arriba, el Cristo en la cruz. Cuando evitabas la cara del instructor, te encontrabas con las dos imágenes. La de un césar victorioso, intemporal e incluso alto, tal como lo había fotografiado Ángel Jalón, en 1944. Y la del Ecce Homo, un cuerpo desnudo y torturado, con esa verdad dura, táctil, que el bronce transmite a la mirada. ¿Qué relación había entre aquellos iconos? La mente infantil, de forma inconsciente, establecía un nexo causal entre la fría jactancia de uno y el tormento del otro.

Una parecida perturbación era la que sentía cuando acompañaba a mi madre a la procesión del Crucificado, en Semana Santa. Había tal voluntad de estilo en la representación que rayaba el encarnizamiento. Cristo arrastraba la cruz en la intemperie lluviosa, escoltado por siniestros enmascarados. Un filme de serie negra con banda sonora de tambores redoblantes. Más que compasión, sentías pánico. ¡Otra vez lo van a matar! Somos lo que recordamos. Y lo que olvidamos. Ahora soy yo el que busca imágenes del Ecce Homo. La figura de Cristo reventó el relato literario y el arte del retrato. La multitud escupe al héroe. El Rey de Reyes es tratado como una piltrafa. Y ultrapasa la pena que más aterroriza a los mortales: ser abandonado por todos. La Ascensión le salvó del comercio y las guerras de reliquias. Pero aun así hubo grandes disputas por la posesión del palo, o astillas, de la Santa Cruz y de las espinas de la corona. Hay 600 lugares en el mundo que aseguran poseer una de esas sagradas púas. Si aparece la 601, no me sorprendería que fuese un día de estos en las Cortes valencianas.

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