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El fin de la erudición

En la clasificación universal de los pelmazos, el erudito sobresale por encima de todos los demás. Resulta más insoportable incluso que el pedante. Aunque el pedante sea una figura unánimemente vilipendiada, conviene recordar que, a diferencia del erudito, tiene cierta querencia por hacer el ridículo ante los demás, lo cual acaba provocando la hilaridad general. El erudito, en cambio, ni siquiera mueve a la risa. El erudito es un personaje profundamente irritante. En una tertulia o en una cena pasará por las narices de sus compañeros datos de toda índole que solo una mente enciclopédica como la suya es capaz de almacenar. Hablará con idéntico aplomo sobre el origen de la tabla periódica de los elementos, el canon digital o la nueva narrativa uzbeka, que, como todo el mundo sabe, está de moda.

Internet hará que se valoren los trabajos por su originalidad y creatividad, no por la información

Al erudito ninguna pregunta le sorprende. Incluso sabe qué se cuece en el Comité Federal del PSOE. No se olvide que hay eruditos desviados que malgastan su talento aprendiendo datos absurdos sobre equipos de fútbol o competiciones de fórmula 1. Esta variedad es tan insustancial que no merece perder más tiempo con ella. Otra derivación erudita asimismo lamentable es la de quien está a la última de todo y conoce todo lo que se está haciendo en cada momento y en cada campo del saber y de las artes. Tampoco diré nada sobre el erudito obsesivo, que llega a saberlo todo sobre la vida de Napoleón Bonaparte pero luego no sabe quién es Carmen de Mairena.

El erudito suele pertenecer al género masculino. Carece de sentido del humor y adopta un tono severo y grave ante la estupidez circundante. Como es natural, su ecosistema más favorable es el académico. Recuerden esas tesis doctorales que se escriben sobre el uso del dativo en Terencio.

Si se trata de hombre y catedrático de universidad, la probabilidad de que acabe siendo un erudito es 0,763, según los estudios más solventes. Los aires de importancia que se dan nuestros catedráticos son directamente proporcionales a su grado de erudición. Cuando se encuentran varios de ellos, en una oposición, tribunal de tesis o reunión académica, se establece una competición, no menos ritualizada que la que entablan los machos cabríos en celo, por ver quién es capaz de demostrar una erudición más rebuscada.

Al erudito no le interesa la fama ni el dinero. Se contenta con presumir de que es un sabiondo. ¿Hay acaso algún rasgo de la personalidad más repelente que este?

Pues bien, traigo malas noticias para los eruditos. Constituyen una especie en peligro de extinción. Internet amenaza su supervivencia. Antiguamente, el erudito se aprovechaba de un acceso privilegiado a las fuentes de información. Sabía dónde buscar, qué leer y a quién citar. Hoy los datos están al alcance de todos, a golpe de ratón. Basta asomarse a Google, teclear cualquier expresión, por remota o inverosímil que resulte, y al instante tenemos decenas, cuando no miles de páginas en las que podemos encontrar la información que buscamos. El instrumento más asombroso es la Wikipedia. Ahí parece estar todo.

Hay en la Red toda clase de trabajos sobre los temas más variopintos, referencias bibliográficas, citas, anécdotas, notas a pie de página prefabricadas..., un auténtico festín para el estudiante perezoso. No debe extrañar que se detecte un aumento exponencial del plagio. Demasiado tentador es Internet. Todo esto horroriza al erudito, quien actúa como un verdadero aristócrata del saber. Impávido ante su decadencia, el erudito sabe más acerca de Internet y de Google que cualquiera de sus usuarios ordinarios. Pero de nada le sirve ya, pues estamos asistiendo a una democratización integral del conocimiento que hace irrelevante su figura.

Esta revolución del conocimiento tendrá como consecuencia que ya no se valoren los trabajos por la información que reúnen, sino por su originalidad y creatividad. El valor añadido de la erudición es mínimo en la situación presente. Los profesores tendrán que pedir otro tipo de trabajos a sus estudiantes. Los lectores demandarán algo más que información bien ordenada y presentada. Y el prestigio del intelectual o del investigador no dependerá de su memoria particular, sino de su capacidad para decir algo interesante.

Ay, esos catedráticos a los que antes he aludido y que saben sobre Habermas más que el propio Habermas, ven ahora cómo el arte del refrito, con tanta maestría cultivado durante décadas, pierde el aprecio del público. Quizá les dé por decir algo original, todo es posible en este mundo globalizado y en cambio permanente. Internet se está transformando en biblioteca universal y memoria común de la humanidad. Todo queda allí depositado. ¿Para qué nos hacen falta intermediarios?

Permítanme que acabe con una cita erudita. Antes de que existiera Internet, los apuntes de clase, la imprenta o la fotocopiadora, Heráclito de Éfeso, apodado El Oscuro, ya dejó su sentencia lapidaria: "La mucha erudición (polimathia) no enseña a tener inteligencia". Si teclean en Google "Heráclito" + "erudición" encontrarán 75.500 resultados. La frase a mí me la enseñó mi profesor de griego clásico, Rafael Castillo, y durante años presumí pronunciándola en su lengua original. Qué tiempos aquellos.

Ignacio Sánchez-Cuenca es profesor de Sociología en la Universidad Complutense y autor de Más democracia, menos liberalismo (Katz).

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