El hombre que instalaba retretes en los aviones
¡Tantas emociones, tantos sentimientos, tantas enseñanzas! Se acumulan los asuntos que invitan a hincar los dientes. Pero se me da mal el plural acusador. Y el pudor me impide usar esta columna para, no sé, mandar un pésame por alguien que murió en la carretera.
La carretera, ay. Hablamos estos días de la vocación trashumante que impulsa al Dylan septuagenario a recorrer autopistas, cien conciertos al año. El misterio: dado que no necesita dinero ¿qué le mueve? Disculpamos a esos veteranos que se retiran todos los años pero vuelven al siguiente: mínimos royalties, demasiados hijos, quizás deudas de juego. La regla de hierro dice que se actúa hasta que el cuerpo dice basta.
Por eso, nos asombran los que se apearon sin grandes traumas. Como Bill Withers, uno de los más exquisitos cantautores afroamericanos. Debutó en 1971 y desapareció a mediados de los ochenta. De hecho, muchos melómanos sospechan que ha muerto, partiendo de la premisa de que "aquí no se jubila nadie". No se verbaliza la coda: "...especialmente, si son artistas negros, a los que siempre engañan en los contratos".
Bill Withers trabajaba de día en una cadena de montaje. De noche grababa su primer disco
Circula un documental, Still Bill, que cuenta la verdad, menos dramática. Hacia 1985, Withers calculó que podía dejar de grabar y actuar. Controlaba, ahí está la moraleja profesional, los derechos editoriales de su cancionero. Ain't no sunshine, Lean on me, Use me o Lovely day generan suficiente dinero para mantener una existencia confortable. Se siguen grabando y, además, hay que negociar su uso en anuncios y películas.
Ocasionalmente, Bill canta en discos ajenos pero no, no quiere entrar en el estudio por su cuenta. Hace pocos años, le puso puente de plata el productor Joe Henry. Pero Withers reniega de aquellos directores artísticos de Columbia que insistían en vulgarizar sus discos. Asegura que las iniciales de A & R no responden a Artistas y Repertorio, sino a Antagonista y Redundante.
Disculpe pero suena a excusa a posteriori. El secreto de Withers está en su falta de ego. Cree que el mundo puede funcionar sin nuevas canciones suyas; no necesita exhibirse en un escenario. Tampoco es un recluso. Según Still Bill, puede asistir a un concierto de homenaje, donde recrean sus composiciones. Y también acepta hablar ante grupos de escolares que -igual que le ocurría a él- sufren por la tartamudez.
Bill Withers era un hombre afable: en sus portadas solía sonreír. Recuerdo el dorso de Making music, donde aparecía rodeado de amigos, en pleno picnic campestre. Pero toleraba mal los abusos. Ya se ha contado aquí que, en 1974, plantó cara al endiosado James Brown durante un vuelo al Zaire, donde los artistas iban a calentar el ambiente para la pelea entre Ali y Foreman.
Ninguna broma con Withers. Natural de Virginia, asegura que fue el primer miembro de su familia que evitó bajar a las minas de carbón. Aunque su empleo californiano era modesto: instalaba lavabos en una cadena de montajes de aviones. Siguió allí mientras, por las noches, registraba su primer elepé. Tenía 32 años y prefería no hacerse ilusiones.
Pero desarrolló una fórmula única. Grooves limpias, suaves arrebatos, letras universales, otra sensibilidad. Cantaba en 1972: "Mis amigos sienten que es su obligación / insisten en decirme que tú solo quieres usarme / pero yo quiero contar al mundo que me encanta ser usado / puedes seguir usándome hasta que no quede nada".
Hay semanas que se amontonan los temas y opto por evadirme. En otros tiempos, me pagaban por presentar, seleccionar, recomendar música. Era, pienso, un oficio noble; hoy sugiero sumergirse en las aguas de Bill Withers. Su aspecto es manso pero están deliciosamente tibias. Prueben: resulta revitalizador.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.