Obama viaja a una Europa que se aleja
El presidente de EE UU inicia una gira por varios países europeos en un momento en que crece el desafecto hacia su Gobierno por la timidez de sus reformas
Barack Obama sale esta noche con destino a Europa en una gira diseñada para convencer a ese continente de que sigue siendo, pese a todo el flirteo con distintos poderes emergentes, el favorito de Estados Unidos. El viaje se desarrollará probablemente en un clima amistoso y demostrará intereses coincidentes para afrontar la situación económica o los problemas de Oriente Próximo o Afganistán. Pero algunos acontecimientos recientes, como la muerte de Osama bin Laden y la detención de Dominique Strauss-Kahn, prueban también que el abismo que separa ambos modelos de sociedad va más allá de discrepancias coyunturales.
Las encuestas muestran que Obama es todavía relativamente popular en Europa, sobre todo comparado con su antecesor, George W. Bush. Pero la pasión que le acompañó en su célebre aparición en Berlín en 2008 y el entusiasmo que provocó su elección se han disipado. Crecientemente, los europeos empiezan a verlo como un presidente más, incapaz de conectar con sus verdaderas preocupaciones. "La mayor parte de los europeos quieren que Obama tenga éxito, pero también quieren que cumpla en asuntos que son importantes para ellos, como el cambio climático, la privacidad de la información o Guantánamo", afirma Daniel Hamilton, director del Centro de Relaciones Transatlánticas de la Universidad John Hopkins.
La operación contra Bin Laden y el caso Strauss-Kahn revelan más que diferencias
Ni un presidente negro y cosmopolita logra destruir los prejuicios asentados
Pese a ser, por estilo de Gobierno y formación ideológica, el más europeo de los últimos presidentes norteamericanos, Obama no llega todavía a satisfacer lo que las élites europeas exigen para darle, no ya su aprobación, sino su afecto. Su fracaso en el cierre de Guantánamo y la timidez de algunas de sus reformas, como la sanitaria o la financiera, tal vez puedan explicar en parte ese desencanto. Pero solo en parte.
Como decía poco antes de su muerte el ensayista Tony Judt, la experiencia está demostrando que EE UU y Europa "no son dos etapas de un mismo proceso histórico", sino, en realidad, "lugares muy diferentes, moviéndose posiblemente en direcciones divergentes". No ha sido siempre así. Todavía quedan norteamericanos vivos que cuentan su heroico desembarco en Normandía o guardan memoria de los besos recibidos tras liberar Italia o Francia. Pero después de esa gesta, cuando Europa resurgió como potencia y, sobre todo, después de verse libre de la amenaza del comunismo, las fricciones han sido frecuentes y el antiamericanismo, un fenómeno constante.
La férrea oposición a la guerra de Irak marcó el punto álgido de ese desencuentro. Toda la Europa Occidental -el Este responde a otros impulsos y a otra historia- se sintió insultada por una Administración que se atrevió a llamarle "la Vieja Europa". Aquí, algunos comercios retiraron los alimentos europeos de sus estantes.
Esos productos regresaron después con fuerza. Los norteamericanos consumen más capuchinos que los italianos y exaltan los valores de la dieta mediterránea. Pero el tiempo ha demostrado que esas diferencias no eran puntuales ni relativas a determinado presidente. La mayor parte de los Gobiernos europeos se resistieron a la petición de Obama de aumentar sus fuerzas militares en Afganistán, y los que lo hicieron fue en contra de sus respectivas opiniones públicas. También le negaron su petición de recibir a presos de Guantánamo, con excepción de algunos gestos meramente simbólicos.
Los casos de Bin Laden y Strauss-Kahn han acabado por poner en evidencia las distintas visiones en uno y otro lado del Atlántico sobre asuntos tan determinantes como la justicia, el trato a las víctimas o el derecho a la privacidad. No es tanto el problema del supuesto puritanismo norteamericano. Como recuerda el escritor Christopher Hitchens, EE UU ha tenido presidentes lujuriosos, como John Kennedy y Bill Clinton, que siguieron siendo muy populares; y el primer candidato republicano en liza este año, Newt Gingrich, cumple su tercer matrimonio con la mujer que fue su amante.
Las diferencias tienen que ver más bien con una escala diferente de valores. En el caso de Bin Laden, los norteamericanos aplaudieron casi unánimemente la muerte de un asesino confeso que había sembrado de sangre medio mundo. Salvo excepciones aisladas, ni siquiera los medios de la izquierda pusieron objeciones. En Europa, según lo describió el corresponsal en París de The New York Times, ese episodio elevó el antiamericanismo al grado cuatro en una escala de 10 y ciertos círculos no lo vieron como un acto de justicia sino de venganza.
El caso de Strauss-Kahn ha sido interpretado por analistas tan opuestas ideológicamente como Maureen Dowd y Peggy Noonan como una orgullosa demostración de la imparcialidad de la justicia norteamericana. "Solo en EE UU", escribe Noonan, "hubiera servido el testimonio de una inmigrante africana para bajar a un hombre poderoso de su asiento de primera". En Francia, en cambio, un 57% de la población cree que el exdirector del Fondo Monetario Internacional es víctima de una conspiración. La prensa norteamericana de referencia no ha mencionado aún el nombre de la camarera del hotel ni ha indagado sobre su vida privada. El respeto a la víctima es prioritario. En Francia se ha protegido la imagen de Strauss-Kahn evitando mostrarlo esposado.
Francia es uno de los países que visitará Obama. De vuelta se traerá mayores o menores éxitos políticos. Pero ni siquiera él, un presidente negro y cosmopolita, podrá destruir prejuicios muy asentados en ambos lados.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.