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Columna
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Sin memoria

Las sociedades primitivas vivían en el olvido. Las sociedades desarrolladas acumulan conocimiento. El conocimiento, en la mentalidad tecnocrática, se reduce a la ciencia y la tecnología, pero en realidad abarca mucho más. Las tribus vivían de representaciones fijadas por anónimos constructores de una identidad inmutable. La civilización, en cambio, forma identidades individuales, que asumen la memoria colectiva, pero no se someten a ella. Esas personas proponen nuevas ideas, nuevas formas de pensar, y elaboran también obras artísticas y literarias.

El imaginario cultural de cualquier grupo primitivo, por sugestivo que parezca y por necesario que resulte conservarlo, se basa en la repetición. El imaginario de la civilización, al contrario, es la aportación constante de nuevos materiales: las más antiguas capas éticas y estéticas obran como un humus hospitalario que permite a las más recientes germinar. Esa labor de fecundación exige que la cultura sea algo vivo y en movimiento. No se trata de acumular referencias históricas, conservar estatuas y novelas o congelar ideas y doctrinas. Se trata de conocerlas para que entren en contradicción con otras más recientes. Eso explica el esfuerzo de la humanidad, desde que entró en la historia, por conservar memoria del pasado. En la prehistoria, la identidad del ser humano era casi inmutable. Después, entró en movimiento y hoy el movimiento ha alcanzado una velocidad vertiginosa. La memoria sólo tiene sentido cuando hay cambios. Eso hace necesario retener el pasado, porque sólo el pasado explica el presente y lo orienta hacia el futuro.

Alguien pensará que ahora llega la murga de lo poco que estudian los chicos hoy en día, cuando apenas conocen, o desconocen, las guerras de Roma y Cartago, las pugnas medievales entre el emperador y el papa, o las transformaciones de la Revolución Industrial. Atareados en la adquisición de habilidades que antes correspondían a la familia -por ejemplo, no tirar las bolsas de patatas al suelo- no queda tiempo en la escuela para la memoria. Para una mayoría de las nuevas generaciones, el pasado es un lienzo en blanco, que ellos podrán llenar, desde la ignorancia, descubriendo el Mediterráneo a cada paso. Esto es así y esto es gravísimo. Pero es que hay algo aún más inmediato, aún más escandaloso: la vida del consumidor de la televisión generalista transcurre en una actualidad pasajera y volátil. Es imposible encontrar en la pequeña pantalla una sola película de cine que tenga más de veinte o veinticinco años: la prueba dramática de que nos están arrebatando la memoria. No se trata de que los jóvenes ya no conozcan personajes de la historia que antes formaban parte del acervo colectivo; es que ni siquiera saben quién fue Humphrey Bogart. ¿Cómo saberlo? ¡Nunca sale en la tele!

Nos llevan a una vida sin memoria, quizás a una nueva prehistoria, donde nadie recuerde nada.

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