Reflejos nacionalistas
En 1965, con la idea de reforzar los lazos entre Francia y Alemania, al presidente francés Charles de Gaulle se le ocurrió la idea de un programa de televisión en donde representantes de los distintos países competirían en una especie de juegos de habilidad (Jeux Sans Frontières); un reflejo mitad diversión mitad parodia de un pasado trágico. La fórmula, que en su versión española enfrenta todos los veranos a nuestros curiosos pueblos, tuvo gran éxito durante años en casi toda Europa occidental. Sin embargo, como el cantante Peter Gabriel señalaba ácidamente en una de sus más famosas canciones, dedicada a este concurso, los seculares reflejos nacionalistas parecían una especie de destino inevitable que formaba parte de nuestra naturaleza. Y, aunque la guerra fuese ahora sin lágrimas, resultaba triste observar cómo el concursante holandés acababa empujando alevosamente al alemán a una piscina, o como el francés ponía a traición la zancadilla al británico.
Algo así parecería estar ocurriendo en las últimas semanas con Schengen, el tratado firmado en 1985 que pretendía plasmar en los flujos humanos intraeuropeos la idea de juegos sin fronteras. Como si se tratara de una maldición, pareciera que de nuevo los reflejos nacionalistas fuesen más fuertes que las buenas intenciones y, en un momento en que la voluntad europeísta pasa momentos bajos, reaparecen en Ventimiglia las barreras interiores supuestamente eliminadas. ¿Qué ha llevado a esta situación? Es verdad que el presidente francés está más preocupado por contener la subida de la candidata del Frente Nacional que en fomentar la integración europea, y que en Italia la cartera de Interior e Inmigración recae sobre esa quintaesencia del populismo euroescéptico que es la Liga Norte. Pero, más allá de estas culpas, lo cierto es que hay responsabilidades difusas aún más intranquilizadoras.
Ni la Comisión -renunciando al espíritu de Schengen y plegándose a lo decidido bilateralmente por las dos partes en una cumbre- ni el resto de los Veintisiete -incapaces de diseñar aquí tampoco el acompañamiento común europeo a los acontecimientos en el mundo árabe- han estado a la altura de las circunstancias. Desde luego, el acuerdo de Schengen más o menos enmendado sobrevivirá porque los perjuicios de derogarlo superan las ventajas que ha traído en los últimos 25 años simplificando el cruce de fronteras. Incluso hay quien ve aquí, pese a todo, el vaso medio lleno porque la crisis se ha reconducido a través de las instituciones, pero el episodio deja una percepción patética y pueblerina, no demasiado alejada a la del concurso televisivo. Además, como está ocurriendo también con la reforma de la gobernanza del euro, la capacidad de Bruselas para hacer de la necesidad virtud intentando salvar los dos grandes logros de la integración europea podría estar a punto de agotarse. Lo ocurrido ayer en Dinamarca demuestra que el desafío de los reflejos nacionalistas es muy profundo.
Ignacio Molina es profesor de Ciencias Políticas en la Universidad Autónoma de Madrid e Investigador para Europa del Real Instituto Elcano.
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