Europa dimitida
Todavía no sabemos cuál será el final de las revueltas de la dignidad en el mundo árabe, pero sí lo que ya no serán: un cambio repentino y limpio, radical pero no violento. Cuando no se han resuelto aún los interrogantes de la intervención en Libia, la represión a gran escala en otros Estados árabes plantea de nuevo la pregunta de qué hacer para proteger a las poblaciones. Mientras, crecen los motivos de preocupación por la desestabilización de los países que emprenden transiciones, sean posrevolucionarias o bien pilotadas desde el poder. Ante este panorama, no es momento de revisar a toda prisa unas políticas mediterránea y de vecindad concebidas para tiempos más tranquilos, sino de sentar las bases para que la UE pueda reaccionar unida y rápidamente a los retos y disyuntivas de los países árabes en las próximas semanas y meses.
En vez de establecer diálogos estratégicos, Bruselas solo elabora políticas descafeinadas
Libia se encuentra inmersa en una guerra civil con tres frentes abiertos (Ajdabiya, Misrata y las ciudades beréberes) mientras el régimen de Gadafi sigue infligiendo una sangrienta venganza en las ciudades que, tras rebelarse, cayeron bajo su control. El terror de las desapariciones de noche, los calabozos de tortura y los castigos sin freno no son su patrimonio exclusivo; en estas semanas, Siria y Bahréin no le van a la zaga. El mundo entero asiste al triste recuento de víctimas y muchos ciudadanos europeos se repiten la pregunta que ya se hicieron con Bahréin: ¿por qué en Libia sí y en Siria no?
Hay argumentos que justifican la decisión de intervenir en Libia ausentes en los otros casos -legitimidad de Naciones Unidas, territorio liberado que se puede proteger de la furia del dictador, apoyo tácito de los vecinos- y riesgos que no existen en Libia pero sí juegan un papel en Bahréin, Siria e incluso Yemen -derivas sectarias, posible enfrentamiento con las potencias regionales (Arabia Saudí, Irán, Turquía e Israel)-. La acusación de doble rasero es casi inevitable, pero la intervención armada no es la única alternativa. La Unión Europea debería clarificar de antemano si hay líneas rojas, reglas generales o, por lo menos, alguna consecuencia para los represores. Europa no puede seguir esperando a la próxima crisis para acabar reaccionando tarde y desunida.
En esta misma semana de enfrentamientos y represión en Libia, Bahréin, Yemen y Siria, hemos contenido la respiración ante el ataque terrorista en Marruecos, la amenaza de represalias por Al Qaeda, la inestabilidad que se reaviva en Túnez y las tensiones causadas por los radicales salafistas con la comunidad cristiana copta en Egipto. La presión no irá a menos. Las elecciones tunecinas de julio y las egipcias de septiembre serán pruebas de fuego. Pocos quieren pensar en lo que puede pasar si las reformas prometidas no avanzan en países como Marruecos o Jordania, y los analistas se van preguntando inquietos hasta cuándo Arabia Saudí y Argelia seguirán capeando el temporal.
El despertar democrático del mundo árabe es una gran esperanza para sus ciudadanos y también para los europeos, que compartimos en buena medida sus valores. Pero el reto geopolítico para la Unión Europea será tan difícil como lo fueron en su momento las desintegraciones de Yugoslavia y la Unión Soviética. En Bruselas, ante la desidia de Catherine Ashton, la Comisión Europea ha capturado con sus instintos burocráticos la reacción a los acontecimientos. El tema del momento no es cómo gestionar esta avalancha de desafíos, sino la reforma de la política de vecindad. Mientras se dispara a matar en las calles de Damasco y de Misrata, funcionarios y diplomáticos debaten en Bruselas una nueva condicionalidad que estimule reformas (que en el mejor de los casos durarían años) a cambio de unas imposibles tres M -acceso a un Mercado que, salvo en lo agrícola, ya tienen abierto; un dinero (en inglés, Money) que no está ni estará disponible; y la Movilidad que ningún Estado europeo quiere facilitar a los ciudadanos árabes-. Al tiempo, los grandes Estados se focalizan en Libia, como si lo demás fuese a calmarse por sí solo.
En vez de prepararse para reaccionar a tiempo y unidos ante la próxima crisis, de establecer diálogos estratégicos con Turquía y con Estados Unidos, de combinar urgentemente esfuerzos para ayudar a los actores democráticos en Túnez y Egipto, de poner a punto de una vez una estrategia para los grandes temas que se entrecruzan en Oriente Próximo (freno a los dictadores y apoyo a las transiciones, reconocimiento del Estado palestino, rivalidad iraniano-saudí, enfrentamientos sectarios), Bruselas elabora unas políticas que los Estados habrán descafeinado mucho antes de que se puedan aplicar. Un ejemplo mayúsculo de la dimisión de Europa como protagonista de las relaciones internacionales, incluso cuando su vecindad más inmediata se juega su futuro a sangre y fuego.
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