"Dejaré como herencia a mis hijos que sigan luchando por su hermano"
Hace cinco meses y 11 días que Juana Ortega recuperó su rutina. Se reencontró con la "lavadora, la compra y la ducha" al volver a casa después de 522 días durmiendo en una caseta en la plaza de Jacinto Benavente de Madrid. Creía que después de que el Tribunal Supremo les diera la razón tras dos décadas de juicios, se había hecho justicia con su hijo, Antonio Meño, que quedó en estado vegetativo desde que en 1989 se sometiera a una rinoplastia. "La vida nos dio un vuelco", aseguraba la mujer pensando que a partir de ese momento todo iría bien. Pero la vida "volvió a dar otro vuelco".
El abogado que había defendido a la familia contra la clínica en la que se operó Meño a los 21 años, dejó el caso. Había cumplido su trabajo, explicó en su día el letrado Luis Bertelli. En ese momento, Juana Ortega volvió a perder el rumbo. "No sabía qué hacer", hasta que encontró un nuevo abogado dos meses después.
La familia Meño pedirá al menos un millón de euros a las aseguradoras
El abogado dejó el caso a las dos semanas de ganar ante el Supremo
Hoy tiene que volver ante el juez para intentar llegar a un acuerdo económico con las aseguradoras de la clínica de la que su hijo, Antonio Meño, salió prostrado a una cama para siempre. Finalmente se ha dejado representar por un despacho de abogados cercano a un familiar. "Yo no tengo la fuerza pero el abogado sí", relata Ortega mientras mira de reojo a su hijo que tose. Hoy es el día en que se pone precio al perjuicio de la clínica que cometió una negligencia durante la operación de nariz de Meño. "No hay compensación para esto, no se puede pagar con cuatro monedas cómo han dejado a un chico durante 22 años y cómo han roto la vida de una familia", se quejaba Ortega, que prefiere que los culpables vayan a la cárcel o les obliguen a atender a personas como mi hijo para que "vean lo que han hecho". Lo que le haría feliz es que la Justicia impusiera "un castigo ejemplar para el anestesista y el resto del equipo médico que permitieron que Antonio Meño se quedara sin oxígeno".
Antonio Meño, de 42 años, descansa en una habitación con la televisión encendida y un espejo inclinado que permite a su madre vigilarle desde el sofá del salón. Juana Ortega, de 65 años, dedica todo el día al cuidado de su hijo desde hace dos décadas. Duerme en chándal directamente porque tiene que levantarse muchas veces. Se despierta alrededor de las ocho y le da un zumo a su hijo mientras ella toma el café. Después le limpia, recoge la casa, hace la comida...
Como si nunca hubiera pasado nada. Pero permanecer más de un año durmiendo en la calle como forma de protesta le ha pasado factura ahora. No quiere salir de casa. No puede, dice, y no sabe por qué. "Salvo que me vea obligada", asegura. Se limpia las lágrimas de los ojos hablando de las cuatro paredes de su casa como si fueran una "cárcel". Se deja llevar por el pesimismo: "Soy un familiar molesto". Por eso, ha decidido no acudir a la comunión de una de sus nietas. "En la calle me veía más fuerte", reflexiona.
-¿Lo echa de menos?
-Tanto como eso no, pero allí veía humanidad en la gente que se acercaba a la caseta.
Uno de los que apareció por la casa provisional de los Meño frente al ministerio de Justicia fue un testigo crucial. El doctor Ignacio Frade que asistió como ayudante en la operación y vio como el tubo de oxígeno que debía mantener con vida al paciente estuvo desconectado durante más de cinco minutos. Con su testimonio el Tribunal Supremo reabrió el caso y dio la razón a la familia Meño.
Desde entonces, Antonio Meño recibe la visita de un fisioterapeuta tres veces por semana y está en revisión neurológica. Cosa que, según ella, antes de la sentencia todo el mundo se negaba a prestar a la familia "por miedo" a resultar implicados en el caso. Pero toda ayuda es poca. Más allá del millón de euros que piensa reclamar el abogado familiar, lo que Juana Ortega quiere es "poder dormir una noche tranquilos". No sería la de ayer. "Voy a dejar a mis hijos como herencia que sigan luchando por su hermano".
Juicio de 22 años
- El 3 de julio de 1989, Antonio Meño se somete con 21 años a una rinoplastia de la que sale en coma vigil.
- La familia denuncia a la clínica y un juzgado de lo Penal condena en 1993 a los médicos a pagarles 175 millones de pesetas (algo más de un millón de euros).
- La clínica recurre y otro juzgado le da la razón. La Audiencia Provincial confirma que Meño se asfixió con su propio vómito.
- En 2009, el Tribunal Supremo condena a la familia a pagar 400.000 euros en costas judiciales y los Meño se van a vivir frente al Ministerio de Justicia.
- Aparece un testigo que dice que hubo negligencia y el Tribunal Supremo acepta un recurso de revisión.
- El Alto Tribunal anula las sentencias anteriores.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.