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La guerra sin odio de Víctor Serge

La autobiografía del activista retrata las grandezas y miserias del siglo XX

José María Ridao

No es extraño que las traducciones de la autobiografía de Víctor Serge (Bruselas, 1890-México, 1947) hayan oscilado entre dos títulos, Memorias de un revolucionario y Memorias de mundos desconocidos. No se debe solo a sus vacilaciones, sino a un dilema moral que su muerte dejaría, no irresuelto, pero sí en proceso de solución. "Se habrá notado que siento poco interés en hablar de mí mismo", escribió. "Me es difícil disociar a la persona de los conjuntos sociales, de las ideas y de las actividades en las que participa".

Hijo de rusos exiliados tras el asesinato de Alejandro II, y muerto él mismo en el exilio, Víctor Napoleón Lvovich Kibalchich -Serge fue el seudónimo adoptado en la revista española Tierra y Libertad, y que ya no abandonaría- se entregó por completo a las ideas y las actividades que confirieron al siglo XX su miseria y su esplendor. No fue el único revolucionario que lo hizo, pero sí uno de los pocos que no confundió esos dos extremos y que, protagonista del esplendor que pareció encarnar la revolución rusa, advirtió desde los primeros momentos la miseria en la que se precipitaba. En sus Memorias, el individuo Víctor Serge solo aparece en primer plano en la infancia, elaborando como regla de vida la durísima experiencia de la pobreza y el desarraigo.

"Si, cuando tenía 12 años", escribe, "me hubieran preguntado: ¿qué es la vida? (y yo me lo preguntaba a menudo), habría contestado: no sé, pero veo que quiere decir: pensarás, lucharás, tendrás hambre". Lo hizo, despreciando las ocasiones en que habría podido dejar de hacerlo con solo haber consentido que la realización del ideal de emancipación que había abrazado se sometiera al criterio de oportunidad, personal o político. Justo porque no consintió en el plano político, tampoco lo hizo en el personal, convirtiéndose en perpetuo perseguido. "Estuve a punto de recibir una tunda en 1918 a manos de obreros franceses, mis camaradas de trabajo, porque defendía la revolución rusa en el momento de las conversaciones de paz de Brest-Litovsk. Estuve a punto de recibir una tunda a manos de los mismos obreros, 20 años más tarde, porque denunciaba el totalitarismo nacido de aquella revolución".

Esos 20 años son la materia, los mundos desconocidos de los que da cuenta el revolucionario Serge en sus Memorias, ahora recuperadas por la editorial Veintisiete Letras en la traducción de Tomás Segovia. Después de aparecer en el primer plano durante la infancia, el individuo Víctor Serge se disuelve en la efervescencia de las luchas colectivas que condujeron al triunfo de los bolcheviques, primero, y a los intentos de extenderlo al resto del mundo, después. Se disuelve, pero no desaparece: es él quien está detrás de la mirada casi cinematográfica que, en un vertiginoso cambio de planos geográficos y temporales, va iluminando "las ideas y las actividades" de la multitud de hombres y mujeres convencidos de estar preparando un futuro mejor. Se consideraban militantes de un combate que, por ser el mismo en todas partes, no sabía de fronteras, y que parecía tener en la Unión Soviética la prueba de que la victoria era posible.

Estuvo en contacto con sus dirigentes, desde Lenin hasta Trotski, Bujarin o Zinoviev, y se sintió por ello más comprometido a denunciar lo que, todavía instalado en la fe original, consideró errores. El establecimiento de checas en lugar de tribunales con garantías le pareció uno de los más graves. "El teléfono (...) me traía a todas horas voces de mujeres trastornadas que hablaban de arrestos, de ejecuciones inminentes, de injusticias, suplicando que interviniéramos de inmediato, por el amor de Dios". Desde ese momento, los retratos de sus amigos suelen concluir, de modo lacónico, con la indicación de la fecha en la que fueron fusilados.

El dilema moral que su muerte en México, de un ataque cardiaco, dejaba en pleno proceso de solución consistía en la necesidad de que concordasen "la intransigencia que resulta de convicciones fuertes, el mantenimiento del espíritu crítico ante esas mismas convicciones y el respeto de la convicción diferente". En definitiva, concluye, consistía en el problema de cómo respetar al hombre en el enemigo y de cómo hacer del combate al que consagró su vida "una guerra sin odio". Como en sus espléndidas novelas como El caso Tulayev, con estas Memorias, bien de un revolucionario, bien de los mundos desconocidos en los que pensó, luchó y tuvo hambre, Serge aspiraba a que "la pasión, la experiencia amarga y las faltas de la generación combatiente a la que pertenezco puedan aclarar un poco los caminos" a quienes llegarán después.

Víctor Serge, con su hijo Vladímir; su esposa, Liuba, y su cuñada Esther (de blanco) en Petrogrado, en 1921.
Víctor Serge, con su hijo Vladímir; su esposa, Liuba, y su cuñada Esther (de blanco) en Petrogrado, en 1921.

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