'Money, money'
Cuando uno ve el documental Inside Job, se le cae el alma a los pies. Y eso que el que se anima a ir a verlo ya está más o menos prevenido, ya conoce más o menos cómo se ha gestado la feroz crisis financiera mundial, ya sospecha hasta qué punto la política acaba siendo una sucursal de la economía. Y, sin embargo, no es lo mismo saberlo con ese lujo de detalles, con esa magistral lección sobre los laberintos de la sofisticada ingeniería financiera a-mayor-gloria-de-mi-bolsillo. No es lo mismo asistir en gigantescos primeros planos al mayor desfile de caraduras por metro cuadrado de pantalla, ponerles nombre y rostro a los principales agentes de este desaguisado. Algunos hasta aceptaron ser entrevistados por Charles Ferguson, poniendo las más desfachatadas caras de pero-qué-me-está-contando al ser interrogados por su grado de responsabilidad. Ninguno de los que impulsaron las medidas para desregularizar de ese modo el mercado financiero, haciendo más y más ricos a los que más arriesgaban (el dinero de otros), acepta la más mínima culpa; y lo más triste, ninguna autoridad política se lo exige, ninguna legislación lo inculpa. Viendo sus caretos, sus tartamudeos ante las preguntas decisivas, es claro que no hay mordisqueos en su conciencia, cumbre tan sólida como sus cargos y sus patrimonios.
¿Hay alguien que se resiste a ese estado de cosas? ¿Alguna aldea rebelde en la metrópoli globalizada? Pues sí, Islandia. Pero mucho me temo que las consecuencias de su admirable resistencia no hacen sino aumentar la desolación que produce el visionado de Inside Job. Los islandeses acaban de votar por segunda vez en referéndum con idéntico resultado: rechazan pagar con dinero público la inmensa deuda contraída por sus bancos. Encima, han tenido la audacia de castigar penalmente a los responsables. ¿Se han convertido entonces en un ejemplo a imitar internacionalmente? No, nos dicen, lo que han hecho es firmar su sentencia de muerte (económica). Reino Unido y Holanda, a quienes deben el dinero, amenazan con llevarles a los tribunales; y que se olviden, además, de lograr su apoyo para ingresar en la Unión Europea.
Todo apunta a que la dependencia de los poderes políticos respecto de los poderes financieros es tan grande que no van a saber, querer o poder meterles (ni un poquito) en vereda. El delirante sistema que socializa las pérdidas y privatiza las ganancias ha salido, en realidad, reforzado. Como afirma Stiglitz, "los bancos demasiado grandes para quebrar y los mercados en los que participan saben ahora que pueden esperar rescates si tienen problemas"; por eso mismo, "esos bancos pueden pedir créditos en condiciones favorables, lo que les da una ventaja competitiva" y, sin duda, una influencia política considerable. Al fin y al cabo, ellos no han de rendir cuentas ante la ciudadanía. Excepto en una lejana isla, digna y empobrecida.
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