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Reportaje:REPORTAJE

Choque de titanes

La historia del deporte en el último siglo ha avanzado a golpes de rivalidad, de duelos entre figuras que ya serían excepcionales en solitario, que serían capaces de dominar su época como nadie antes, pero cuya grandeza se exalta hasta el infinito al coincidir en su tiempo, en su esplendor, con otros tan grandes como ellos, tan necesarios para ellos a partir de ese momento como la sombra para el sol. Como es necesaria para la grandeza del Barça la existencia del Madrid; también al contrario. Como Messi y Ronaldo se engrandecen mutuamente, y dividen a la afición en campos irreconciliables, y apasionan. Como la leyenda de Senna no se entendería sin sus peleas con Alain Prost. Como Ocaña y Merckx, como Magic Johnson y Larry Bird, como Carl Lewis y Ben Johnson, como los raquetazos de Nadal cruzándose con los reveses de Federer, o las zancadas de Sebastian Coe y Steve Ovett... Como solo Héctor pudo medir la grandeza de Aquiles, un duelo a muerte que convirtió a la La Ilíada en la primera narración deportiva de la historia, el modelo para todas las que existieron después, y las que se seguirán escribiendo.

Los Lakers de Magic y los Celtics de Bird. La Costa Oeste contra la Costa Este. Hollywood frente a Boston
Ocaña y Senna obedecieron a una suerte de predestinación que les llevó a desafiar a los poderes establecidos
Nadal y Federer han ayudado a difundir una imagen positiva. Han hecho subir un 20% la audiencia del tenis

Ronaldo y Messi

Una bestia y una pulga

Una vez retirado El Fenómeno, ya solo queda un Ronaldo en el mundo, y nadie podrá decir que le ha robado el apellido al brasileño. A Cristiano Ronaldo se le conoce por Ronaldo, y ningún aficionado se lo discute sino que se acepta como un mérito del portugués, dispuesto a ser el nuevo icono del fútbol, un solista capaz de conquistar el mundo, el único jugador que se niega a aceptar el reinado de Messi y le bate a un duelo particular en cada partido, cada jornada, cada día. Nadie se levanta tan rápido y gallito del suelo como Ronaldo. Una bestia.

La competitividad del delantero es tan extrema como bien recibida en el Madrid. Al fin y al cabo, Ronaldo, Mourinho y Florentino son tres personajes que aspiran a recuperar el poder alcanzado por el Barça. Ninguno se acepta como perdedor y, por tanto, cada uno aspira a ganar su espacio desde la rebeldía: al jugador le corresponde el campo, al técnico el banquillo y al presidente el palco. La dedicación y la profesionalidad son máximas y empiezan por el cuidado de uno mismo. Hay pocos jugadores tan profesionales como Ronaldo.

El culto que el jugador portugués dedica a su cuerpo es más propio de los atletas que de los futbolistas. A veces raya incluso el narcisismo, sobre todo cuando exhibe sus abdominales, su torso sin un punto de grasa, su cuello de cisne, sus piernas de pura sangre. El físico de Ronaldo es prodigioso porque combina la rapidez con la potencia y la resistencia; le pega excelentemente a la pelota y cabecea como el mejor ariete; barre todo el frente de ataque, y funciona como un cañón.

Egoísta por naturaleza, a Ronaldo le encanta convertir los partidos en una cuestión personal, circunstancia que provoca que a veces no interprete el juego de la forma debida, tire por el camino de en medio y condicione el fútbol del equipo. Ronaldo garantiza muchos goles y una defensa de su juego hasta el extremo de reclamar un penalti en una jugada que ha acabado en gol de un compañero. Aunque difícilmente será un jugador de equipo, la mayoría de equipos querrían tenerle en nómina.

Así es Ronaldo, un futbolista con más repertorio que Messi, más chulo y publicitario, necesitado de revancha, dispuesto a mandar en la Liga española y la Copa de Europa como ya ocurrió en sus tiempos de futbolista del Manchester United, un club que le fichó del Sporting en el momento justo en que Sandro Rosell, el mismo que había fichado a Ronaldinho y Deco para el Barcelona, le pidió que aguardara una temporada más en Lisboa para recalar después en el Camp Nou.

La crítica le tiene por un futbolista universal, capaz de jugar en cualquier equipo, por su exuberancia, pegada, su carácter goleador y también por su capacidad para armar ruido en una época de mucho estruendo. Los remates de Ronaldo son violentos y su fútbol anuncia siempre una tormenta. Los rayos y truenos del Bernabéu contrastan con el sosiego del Camp Nou, amenizado por el sosiego de Leo Messi.

A Messi solo le falta ganar el Mundial con Argentina, circunstancia decisiva para entender por qué provoca ciertos recelos en determinados círculos futbolísticos a la hora de medir su trascendencia, gente que le considera un producto local con impacto mundial. Nadie duda de que es el mejor jugador del mundo que ejerce en el equipo que probablemente juega el mejor fútbol del mundo. La duda es siempre la misma para Messi y por extensión para Guardiola: ¿cómo funcionarían en otro club?

Todo lo que hace la Pulga tiene sentido en el Barça. Es el jugador de club por excelencia: le gustan los compañeros, el campo, el vestuario y el entrenador, el único que ha sido capaz de interpretar los silencios del delantero argentino y crear las mejores condiciones para su reinado, cosa que pasaba por prescindir de delanteros como Ronaldinho, Eto'o e Ibrahimovic. La trayectoria de Messi le viene dando la razón a Guardiola. A sus 23 años, nadie es capaz de pronosticar el techo de la Pulga.

"Aunque la gente crea que no es posible mejorar, a ese pequeñito le veo cada vez mejor", confesó El Fenómeno en una entrevista a El Larguero de la cadena SER. "Marca más goles, se equivoca menos en los partidos, da más pases, tiene más velocidad, hace unas cosas... Es un jugador muy moderno". Messi actúa en la cancha como un niño en el patio. Ambicioso y competitivo, ni siquiera admite que le cambien en un partido o le den descanso. No tiene más parecido con el madridista que su buena relación con el gol.

A diferencia de Ronaldo, Messi es un escapista. A veces su cuerpo parece el de un gimnasta y en otras se diría que es la reencarnación de Houdini, por su facilidad para sortear los obstáculos y alcanzar la portería. La mayoría de sus goles son parecidos y, sin embargo, siempre se reserva la posibilidad de sorprender a propios y extraños: marcó un gol con la cabeza en la final de la Copa de Europa de Roma y con el pecho en el Mundial de Clubes. Mejor no cruzar apuestas con Messi.

El Barcelona parece en condiciones de batir la mayoría de récords a partir de la figura de Messi. A día de hoy aparece como el Di Stéfano del Real Madrid en los años sesenta por su influencia en el equipo y también en el club. Ninguna imagen personifica mejor el éxito barcelonista que el podio del último Balón de Oro: Xavi representaba al fútbol catalán, Iniesta al español y Messi al mundial, y los tres han sido formados en La Masía, la residencia de la cantera azulgrana.

Ronaldo funciona como Mourinho: su receta tiene éxito en equipos distintos. Messi, en cambio, es el icono de una manera particular de entender el fútbol y que es admirada en todo el mundo, la del FC Barcelona.

Como dijo Prost el día que se mató Senna en el circuito de Imola: "Con su muerte una parte de mí también ha muerto". Quizás nadie, en la historia del deporte, se había odiado tanto como se odiaron, deportivamente, entre sí el francés y el brasileño.

Y una vez que han entrado en el imaginario colectivo, que se han convertido en ídolos cuyo valor se ha establecido no por lo que han ganado sino ante quién lo han ganado, o cómo han sido sus derrotas, quién les ha vencido, la simbiosis perfecta en la que el segundo hace más grande al primero, ellos ya no son dueños de sí mismos, sino esclavos del recuerdo, de la melancolía, de una memoria embellecida que el presente solo puede ajar. Son lo que han sido y lo que imaginamos han podido ser; no lo que son. Los vivos, para su desgracia, finalmente han perdido.

Alain Prost, cincuentón escuchimizado, arrugado, aparece estos días en anuncios de la televisión francesa promocionando unos talleres que cuidan los neumáticos de su coche como nadie y a precios imbatibles; Eddy Merckx se dedica a vender su nombre a fabricantes de bicicletas y vivir como imagen promocional de carreras en Catar y Omán. Mientras, desde hace años, Ayrton Senna y Luis Ocaña, en sus tumbas, crían malvas y gloria, se hacen leyenda. Han ahorrado al mundo la imagen de su envejecimiento, como se la ahorró Fausto Coppi, cuya vejez quizás no habría sido muy diferente a la de Gino Bartali, su rival, quien a los 80 años aún formaba parte de la caravana del Giro, con su gorrilla de ciclista, visera para arriba, a la antigua usanza, sus sandalias franciscanas, su voz aguardentosa, sus historias de siempre. Y, sin embargo, ambos, en un día de mayo de 1949, atravesaron los Alpes a bicicleta, y fueron, para el escritor Dino Buzzati, autor de unas estupendas crónicas de aquel Giro para el Corriere della Sera, Aquiles y Héctor miles de años después y para siempre.

Carl Lewis y Ben Johnson

'Glamour' y maldición

Ben Johnson, el malo, el hijo de emigrantes jamaicanos en Canadá, se convirtió en un proscrito después de conseguir, con su positivo por estanozolol, un esteroide anabolizante, en Seúl 88 que el doping saltara de los patios traseros del deporte, de las sombras que nadie quería desentrañar, a las primeras páginas, al primer plato del menú olímpico. Carl Lewis, el bueno, el Adonis negro de las pistas, el norteamericano ganador de nueve oros olímpicos que introdujo en los estadios de atletismo, hasta entonces sinónimo de sobriedad y pureza, el star system al modo hollywoodiano, culto a la personalidad y egos hipertrofiados, había perdido ante Johnson las dos finales más importantes, la del Mundial de Roma de 1987 y la de los Juegos Olímpicos de Seúl. Además, las marcas estratosféricas con las que Johnson, una bolsa de músculos con el estilo de un toro embistiendo, 9,83s y 9,79s, respectivamente, significaban que Lewis, quien aparte de medallas quería pasar a la historia como el hombre más rápido, y el de mejor estilo, nunca podría batir el récord del mundo, una maldición que también sufrió en el salto de longitud, la prueba en la que ganó cuatro oros olímpicos consecutivos. Por eso no es de extrañar que después de la derrota de Roma, Lewis declarara que sospechaba que Johnson se dopaba. Sin embargo, el intento imposible de derrotar al canadiense se convirtió en el mayor estímulo para Lewis, y convirtió aquellos dos años en la era dorada del atletismo, que nunca había alcanzado tamaña popularidad más allá de los aficionados de toda la vida. Fueron duelos que marcaron una época. No lo derrotó en la pista, sí en los despachos. Nunca podrá disfrutar de la gran foto de la llegada de los 100 metros en que no se le vea persiguiendo la sombra inalcanzable de Johnson en una gran final. Por eso, su amargura.

Sin embargo, más acá de la pasión, en el terreno de la razón, y la historia así lo muestra, nadie podrá decir que Johnson mentía cuando afirmó, y lo hizo varias veces, que si se dopaba no era para hacer trampas y derrotar a sus rivales, sino para estar a la altura de ellos, pues estaba convencido de que también recurrían a sustancias prohibidas. Johnson y Lewis cumplirán 50 años este 2011. De la vida de Johnson solo se conocen tropiezos y fracasos; Lewis sigue siendo una de las mejores imágenes del deporte, de eso sigue viviendo.

Sebastian Coe y Steve Ovett

Una leyenda en solo siete carreras

"Las rivalidades atraen al público. Enfrentamientos como el de Federer con Nadal definen un deporte y nos emocionan como espectadores. Mis hijos son de Federer. Yo soy de Nadal. Son atractivos". Quien pronuncia esa frase no es un sociólogo, sino el protagonista de una pugna corta, muchas veces vivida en la distancia, pero tan intensa como para marcar toda una época. Sebastian Coe, que es quien habla tras ser requerido para ello por este diario, solo corrió siete veces contra Steve Ovett (4-3), que como él era mediofondista británico a finales de los años setenta y de los ochenta del siglo pasado, y una fue cuando ambos eran adolescentes y disputaban una carrera de campo a través. Los dos atletas, sin embargo, se miraron siempre de reojo a través de sus marcas y sus récords, obsesionados hasta el punto de pensar en el rival durante la comida de Navidad: "Seguro que él se está entrenando en estos instantes...", reconocen ahora haber pensado el uno del otro.

Juntos desafiaron el boicot estadounidense a los Juegos de Moscú 1980, donde cada uno ganó en la especialidad del otro: Ovett en 800m, final que atrajo a 20 millones de británicos ante la tele; Coe en 1.500m. Juntos representaron a dos Inglaterras muy distintas, la trabajadora (Ovett, nacido en 1955, taciturno y fuerte) y la de la clase media (Coe, del 56, parlanchín y ligero). Juntos, durante 10 días de 1981, se intercambiaron tres veces el récord de la milla. Y juntos, hasta en la distancia, se espolearon para lograr 17 récords del mundo, tres oros, dos platas y un bronce olímpicos. Fue una rivalidad de película y tendrá un final a su altura: la BBC prevé estrenar el filme de su historia para los Juegos de Londres 2012, quizá el mejor producto de su enfrentamiento.

Magic Johnson y Larry Bird

Pimienta para la NBA

Las chispas estuvieron saltando durante 13 temporadas de la NBA, relanzaron un deporte marcado por el progresivo desencanto de los espectadores, la división racial y las drogas, y quedaron resumidas en una frase del pívot Mychal Thompson, de los Lakers de Los Ángeles, recogida por Sports Illustrated. "Magic Johnson y Larry Bird son los reyes de la Liga. Se puede decir que son la sal y la pimienta del campeonato. Especian la NBA".

Los Lakers de Magic y los Celtics de Bird reanimaron el campeonato norteamericano, impulsaron su expansión universal, nacida al rebufo de los contratos televisivos firmados a raíz de su aparición, se jugaron los títulos de 1984, 1985 y 1987 (2-1 para los angelinos) y representaron a través de sus jugadores la complejidad del país. Lakers-Celtics era y sigue siendo algo más que un partido.

Es la Costa Oeste contra la Costa Este. Los brillos de Hollywood contra la tradición de Boston. Los negros del showtime contra un equipo que entonces era de tiradores predominantemente blancos. Los pases de Magic, la sonrisa de la NBA (MVP de 1987, 1989 y 1990), contra la metralleta de Bird (MVP de 1984, 1985 y 1986), taciturno y callado.

El éxito de los dos jugadores, reflejado en un caro anuncio de las zapatillas Converse que se rodó en el pueblo de Bird, dio lugar a una amistad peculiar. Magic acabó comiendo ese día en casa de su archirrival, y abrazado a la madre de este. El día que le dijeron que era portador del virus del sida, solo llamó a unos pocos amigos: Bird fue uno de ellos. Los dos hablaron para un libro que fotografió su rivalidad. When the game was ours. Cuando el juego era nuestro.

Separados, los dos hombres reavivaron su deporte. Unidos, fueron un terremoto. Lograron el oro en Barcelona 92, la audiencia más alta de una final universitaria (Michigan-Indiana, en 1979), ocho anillos de campeón (cinco para Magic; tres para Bird), y dejar un legado imperecedero: los dos jugadores que arrancaron como bandera de negros o blancos, como símbolo de las tensiones raciales del país, acabaron enamorando sin distingos de color a todos los aficionados.

Nadal y Federer

Dos amigos y un impulso único

El autógrafo lo dice todo. Cuenta la leyenda que el día que el suizo Roger Federer interrumpió la racha de 81 victorias seguidas que Rafael Nadal tenía sobre tierra se encontró con una petición insólita. Habría ocurrido así. Los dos mejores tenistas del siglo XXI jugaron la final de Hamburgo 2007. Ganó el suizo, que se tiró al albero, catapultado en sus sueños: por primera vez, justo antes de Roland Garros, ganaba al mallorquín sobre arcilla. Nadal no se sintió torturado por esa imagen. Al contrario. Esperó y le pidió a Federer su camiseta autografiada, deseoso de tener un recuerdo, un souvenir, del rival de los rivales, un gigante que a cada golpe le ayuda a construir, amplificar y extender su propia leyenda y la de su deporte. "Nos enorgullece la imagen positiva que Federer y Nadal están ayudando a crear del tenis", reconocen desde la ATP, que vio cómo en 2010 el número de horas televisadas de su deporte crecía un 26% y la audiencia mundial un 20%. "Los dos han asumido un papel activo para ayudar a darle forma al futuro del tenis".

Tras enfrentarse 22 veces (14-8 para el mallorquín) y en siete finales grandes (5-2 para Nadal), los dos únicos hombres capaces de acabar seis años seguidos como los dos mejores jugadores del planeta también han disputado exhibiciones en Asia, América, Europa o Australia, y han llevado el tenis hasta un nuevo nivel en términos de impacto publicitario. Quizás solo otra deportista española se vio implicada en un dueto de tanta relevancia: Arantxa Sánchez Vicario se enfrentó 36 veces contra la alemana Steffi Graf. Solo le ganó ocho veces... ¡pero qué ocho veces! Incluyeron una final y una semifinal de Roland Garros; una final y unos cuartos del Abierto de EE UU. En ese enfrentamiento de contrastes, la dureza de la española contra la variedad de la alemana, Graf le dio a Arantxa, la niña de 17 años que le había derrotado en la final de París, tres de los disgustos más grandes de su vida. La venció en dos finales de Wimbledon y una del Abierto de Australia, impidiendo que completara el Grand Slam.

Tanto Nadal como Federer lo han logrado. Su gran obra fue un partido que lo tuvo todo: las 4 horas 48 minutos de la final de Wimbledon 2008, ganada por el español, marcaron un antes y un después. Dos tenistas dejaron el deporte y empezaron a escribir, en presente, una leyenda.

Ocaña y Merckx

El sentido trágico de la carrera

Luis Ocaña y Ayrton Senna murieron hace tiempo, el mismo mes, mayo, el mismo año, 1994. Uno, el ciclista español de Mont de Marsan, lo hizo cansado de la vida y de la enfermedad, disparándose con una pistola mientras veía por la tele una corrida de San Isidro; el otro, el piloto brasileño de fórmula 1, en la plenitud de su vida y de su esperanza, a 300 kilómetros por hora, agarrado a las manos del volante de su Williams que se negó a tomar la curva de Tamburello durante la séptima vuelta del GP de San Marino en el circuito de Imola. A Ambos les unió, además, un cierto sentido trágico de la vida, la obediencia ciega a una suerte de predestinación que los condujo, para gozo, sufrimiento y pasión de los aficionados, a desafiar al poder, a los poderes establecidos, a los que dieron, así, un brillo del que carecían.

Luis Ocaña, nacido en Priego (Cuenca), hijo de un maquis del Valle de Arán que hacía de año en año visitas furtivas a su mujer, que se quedó en casa, hasta que, terminada la II Guerra Mundial, emigró al sur de Francia finalmente con toda su familia, pudo haber cambiado la historia del ciclismo y de su gran manifestación, el Tour, si no se hubiera caído, presionado siempre por el caníbal Eddy Merckx, en cuyo vocabulario no entraba la palabra derrota, descendiendo el col de Menté en el Tour del 71. Su imagen rota, su maillot amarillo ensangrentado, sus gritos, forman parte desde hace 40 años de las raíces emocionales de los españoles que por entonces empezaron a descubrir la vida. Fue la imagen de la derrota, que Merckx, orgulloso, respetuoso con el rival, con el único que le había hecho agachar la cabeza, se negó a aceptar -no quiso ponerse ese día el maillot amarillo de líder, mientras Ocaña estuviera en el hospital- porque recordaba que solo unos días antes, el mismo Ocaña ahora doliente, le había hecho perder, parecía que irremediablemente, el Tour con una escapada incontrolable camino de Orcières Merlette. Ocaña cayó y Merckx, como Anquetil en la década anterior, acabó ganando cinco Tours. El español se quedó en uno, el de 1973, pero también con el valor de la memoria, pues eligió no envejecer.

Ayrton Senna y Alain Prost

Cuando el 'marketing' sobraba

La década de los ochenta fue, en fórmula 1, la última gran década, la de Piquet y el último Lauda, la de Mansell y la de Keke Rosberg. La de McLaren, Williams y Ferrari. Fue, sobre todo, la del gran duelo entre Ayrton Senna, el brillante y temerario brasileño, el ángel que amaba la lluvia y que había nacido para vivir a toda velocidad, y Alain Prost, el profesor, el maestro de los reglajes, el rey de la regla de cálculo, del método y la contabilidad. Fue un duelo que en los circuitos produjo siete títulos mundiales entre 1985 y 1993, que en la prensa y en la televisión atrajo a más multitud que nunca, que se cerró fulminantemente con el accidente mortal de Senna en 1994.

Ambos llevaron la fórmula 1, ahora pasto de las maniobras de marketing y esclava de la necesidad de introducir pequeñas novedades cada año para mantener el interés, a un nivel de pureza y emoción desnudos, inauditos, cuyo momento más descarnado, más simbólico y ejemplar se alcanzó en 1990, en Suzuka (Japón), el último GP de la temporada. Prost necesitaba ganar para llevarse el título. Senna, que partía por detrás en la parrilla, le aventajaba en la clasificación, y simplemente le valía con que ninguno de los dos puntuara. Ambos duraron en la pista unos segundos. En la primera curva, a derechas, Senna con su McLaren embistió directamente al Ferrari de Prost. Los dos se salieron de la pista. Ambos salieron ilesos, pero Senna se proclamó campeón. Nunca una rivalidad deportiva se había resuelto de una forma tan sencilla, como un duelo en el Oeste. Nunca antes ni después, dos de los mejores del mundo penetraron tan profundamente en la única raíz del deporte. Desde 1994 se venera a Senna, muerto joven, con 34 años, un mito. Mientras, Prost, como todos nosotros, se hace humano, envejece.

Leo Messi, de Rosario (Argentina), 23 años, del Barcelona. Perfecto. Dos Balones de Oro.
Leo Messi, de Rosario (Argentina), 23 años, del Barcelona. Perfecto. Dos Balones de Oro.CATERINA BARJAU

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