Escenas de la Libia libre
La vida en las ciudades continúa a pesar de los bombardeos. Mientras las columnas de los combatientes continúan su marcha, la televisión oficial anuncia la toma de Zauiya ante la incontenible risa del pueblo
En Tobruk, un grupo de insurgentes montados en una camioneta dispara una ráfaga de Kaláshnikov al aire en el preciso instante en que Gilles Hertzog y nuestro fotógrafo, Marc Roussel, salen del hotel. "No iba contra ustedes, sino contra el dueño del hotel, uno de los últimos gadafistas de la ciudad", se excusará, unas horas más tarde, uno de esos jóvenes, con el que nos encontramos en la plaza del 17 de febrero.
En el restaurante Café, donde solo sirven unos medios pollos asados con leña que todos comen en el suelo, delante del televisor, en la única habitación con calefacción, los antiguos policías, los militares que se han unido al pueblo y los civiles fraternizan en medio de un hermoso bullicio.
Todos saben que el peligro viene del cielo. Gadafi ya no tiene verdaderos soldados, pero aún le quedan aviones
"Díganle al señor Sarkozy que Gadafi ya no tiene derecho a representar a mi pueblo", dice Mustafá Abdel Jalil
Hilaridad de Alí Ashour, uno de los combatientes que el día 27 rechazaron el ataque de 300 mercenarios enviados para tomar la base de Alabrag. "¿Ven aquella casa calcinada, a siete kilómetros del objetivo? Los peores pilotos del mundo. El peor ejército de la región. La vergüenza de los libios. Unos bufones, como su jefe".
"Por supuesto que luchamos por el petróleo", nos dice el gasolinero del puerto de Darna. "Gadafi lo había robado y, ahora que sabe que lo ha perdido, sueña con incendiarlo en una fantasía final y suicida. Pero nosotros somos serios. Respetuosos. Es nuestro bien común. La riqueza del pueblo libio. ¿Acaso no será con ese petróleo con el que reconstruiremos nuestro amado país?".
Alegre improvisación de una columna que se dirige al frente. Sus filas engrosan de pueblo en pueblo. Los combatientes se embriagan con su propio número. La columna va dejando tras ella, en cada encrucijada, una camioneta coronada por un cañón apuntando al cielo. Todos saben que el peligro viene del aire. Saben que Gadafi ya no tiene verdaderos soldados, pero que aún le quedan aviones.
"No nos roben nuestra revolución", nos dice un oficial con el uniforme descabalado que sirve en la batería antiaérea apostada a la entrada de la cornisa de Bengasi, que se supone ha de proteger a los miles de jóvenes acampados aquí, día y noche, en un ambiente festivo. "Pero hay una cosa que ustedes pueden y deben hacer por nosotros: neutralizar las bases de las que despegan los bombarderos del régimen: Sirte, El Azizia, Sebah".
Mustafá Abdel Jalil es el hombre invisible de la revolución, su jefe cada vez menos secreto. Vive en Al Baida, esa ciudad en pleno corazón de la montaña verde que la monarquía de antaño estuvo a punto de convertir en su capital. Hoy está en Bengasi y nos recibe en una villa al borde del mar a la que llegan emisarios con las últimas noticias del frente. "¿Puedo confiarles un mensaje?". Y, sin esperar la respuesta, con un aire de autoridad que contrasta con su aspecto de hombre tranquilo, silencioso y provinciano, añade: "Díganle al señor Sarkozy que Gadafi ya no tiene derecho a representar a mi pueblo. La legitimidad, la única, la que deben reconocer las Naciones Unidas, está aquí". Y nos tiende una hoja mecanografiada: el "decree 3" del Consejo Nacional Interino por el que se nombra a los ocho miembros del Gobierno provisional de la Libia libre.
Esta proliferación de comités -creados uno para limpiar la ciudad, otro para ocuparse de la salud, un tercero para ocuparse de los incendios- instalados en las salas de audiencia del antiguo Tribunal Supremo es un invento democrático: ciudadanía espontánea; Comuna de Bengasi.
Cuento hasta 30 puestos de policía quemados. Fachadas negras de hollín, olor a ceniza fría, escombros. Pero lo más sorprendente es que, ni a derecha ni a izquierda, ningún otro edificio ha sido tocado ni saqueado. Una revolución sin vandalismo. Una revolución sin espíritu de revancha.
Esos jóvenes que han recortado la antigua bandera del rey Idris y se envuelven con los pedazos.
Esos hombres, bastante numerosos, que a la hora de la gran oración se mantienen al margen, fumando un cigarrillo. "¿Al Qaeda? ¿En serio?", dicen, riendo a carcajadas. "¡Vamos! Fíjense, ya no sabe qué inventar".
En Al Rajma, alrededor del depósito de municiones que acaba de estallar causando 30 muertos, no hay ninguna agitación particular, ni mirones; solo los jóvenes que vienen por las armas, o los trozos de armas, que han escapado de las llamas.
No hay aglomeraciones alrededor de los restos del coche de Almahdi Ziou, el hombre que, durante el cuarto día de levantamiento, viendo que la muchedumbre se estancaba a las puertas del cuartel Fadhil, lanzó su Kia Optima atiborrado de bombonas de gas contra el portal por el que el pueblo penetró inmediatamente. Un pueblo que no comparte el culto al martirio de Líbano o Gaza. Una revolución en la que la liturgia de la sangre cede ante la de la libertad.
¿La cuestión palestina, precisamente? Algunos me hablan de ella. Pero soy yo quien tiene que sacar el tema, e insistir. Como si mis interlocutores tuvieran mejores cosas que hacer aquí.
¿Israel? Yo no llegaría a decir que estén dispuestos a un compromiso con la gran democracia de la región. Pero ya no es el enemigo principal. Y cuando hablo de ella, cuando evoco la grandeza de Israel, me escuchan con curiosidad, perplejos.
El rumor del día: en la ciudad habría unos mercenarios que estarían esperando la noche para salir de su escondite y sembrar el terror. En la cornisa, tan solo se encogen de hombros.
En la televisión oficial, un locutor de paisano afirma que las tropas leales han tomado Zauiya, se dirigen a Bengasi y tienen Tobruk en su punto de mira. La gente del café aúlla, pero de risa.
Milagro de un pueblo que, de pronto, ha perdido el miedo.
Traducción: José Luis Sánchez-Silva
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