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Las últimas horas del déspota

Qué pasa por la mente de un dictador en los últimos días, horas y minutos que preceden a su caída e inesperadamente le hunden en el muladar de la historia? ¿Cómo asimila el inimaginable pero real espectáculo de su amado pueblo vociferando contra él y quemando o pisoteando con furia su ubicuo retrato?

El tema es fascinante y si fuera un autor joven, con el potencial creativo intacto, trataría de expresarlo mediante un monólogo interior que mezclaría tiempos y espacios, imágenes de pasadas glorias y de presente hostil: desfiles victoriosos, tribunas de honor, recepciones palaciegas, besos lanzados al pueblo exultante de dicha, embriaguez de un poder sin límites y por consiguiente sin otro final plausible que el de una apoteosis en el lecho de muerte, rodeado de los suyos y de jefes de Estado en medio de expresiones de dolor y de llanto, ¡todo ello abolido de golpe por lo que Marx denominaba astucias de la historia!

El proceso mental de un dictador ante su caída sería un tema literario fascinante

La idea me tentó durante el derrocamiento y ejecución de los Ceausescu y me acucia de nuevo en ese vendaval de libertad que sacude a los países árabes y derriba como títeres de feria a sus dictadores y sátrapas. No ya a la manera biográfica de excelentes novelas como Yo el Supremo o La Fiesta del Chivo, sino del vértigo de un presente atemporal que discurre entre escabrosidades, remolinos y saltos de agua. El paso brusco de un matrimonio Ben Ali-Trabelsi todo mieles a la imagen desencajada del déspota en sus últimas apariciones ante la cámara, o del faraón benévolo en la plenitud de su magnificencia a la del viejo titubeante empujado a la escalerilla del avión que va a transportarlo a su inseguro destierro, invitan a una creatividad visual que puede transmutarse en literatura mediante el juego de la alternancia: los grandes sillones de respaldo dorado y terciopelo grana, diseñados, se diría, para el grato reposo de nalgas presidenciales o soberanas en contraposición con las chozas misérrimas del pueblo que supuestamente reverencia a quienes se acomodan en ellos; la sonrisa fija, sin destinatario preciso, de un Ben Ali momificado, con corbata y peluquín abrillantado en acorde perfecto, seguida de un plano del agonizante Mohamed Buazizi tendido en el lecho del hospital tras su inmolación crística abren para todo creador un campo de posibilidades casi infinitas.

Pero es el cambio gradual del joven coronel libio que dio el golpe de Estado contra la monarquía hace 42 años en el mascarón grotesco que incitaba a sus últimos fieles a exterminar a las "ratas" en sus escondrijos y levantaba el puño con rabia el que más y mejor se presta a un soliloquio en la vena del Ulises joyciano: el de un tirano asediado por recuerdos de su ensalzamiento a líder mundial y a quien sus pares, sedientos de petróleo, recibían con sonrisas y abrazos, en un stream of conciousness cuya corriente impetuosa mezclaría atropelladamente sus delirios de rey de África, los cadáveres ahorcados de centenares de opositores, las mazmorras subterráneas de su palacio de Bengasi, las declaraciones de amor a su pueblo, la transformación de la gran república de las masas popular y democrática en patrimonio familiar de él y sus hijos. La acronía del relato y el recurso a la gramática transformativa para transitar de una estructura oracional a otra serían el cauce de esta reproducción aleatoria de las vivencias confusas del autoproclamado Padre de los Libios: el terror a las hechiceras de Macbeth y a los complós de sus amados súbditos, el fundido de su jaima instalada en el corazón de las capitales europeas y sus celdas de tortura, del juicio siniestro de las enfermeras búlgaras y el rostro radiante de su cuidadora ucrania. El desafío creativo exigirá mucho esfuerzo y trabajo pero no dudo de que un día u otro algún novelista árabe lo acometerá.

Entretanto, y mientras se desconoce aún el final previsiblemente sangriento del coronel libio, deberemos contentarnos con los culebrones que tanto gustan en los países árabes y no árabes. ¿Quién encarnará el papel de la expeluquera aupada al rango de reina y señora de Túnez? ¿Acudirá al banco a sacar el dinero que atesora despeinada, convulsa y con el rostro deshecho? ¿Habrá una escena de reproches recíprocos entre ella y el ya achacoso marido? ¿Qué actores desempeñarán la función de mafiosos del todopoderoso clan Trabelsi? ¿Escucharemos sus gritos de cólera en el momento de la estampida? ¿Los veremos, mordiéndose las uñas de despecho, en su deshonroso exilio?

Y, si de Túnez pasamos a El Cairo, imaginamos ya la telenovela del próximo Ramadán. La ambiciosa señora Mubarak acusando de ineptitud a su marido, el hijo bueno o menos ladrón arremetiendo contra la cleptocracia instaurada por su madre y su hermano Gamal; los fieles que intentan cambiar de chaqueta a última hora y se hunden con el barco; el rostro incrédulo del que se creyó rey de por vida y ve hundida su obra y secuestrados sus bienes en el extremo sur del Sinaí bíblico.

Un acontecimiento histórico de la magnitud del que hoy vive el mundo árabe hallará un día el creador que con serenidad y maestría dé cuenta de él a los lectores futuros.

Juan Goytisolo es escritor.

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