El espejo atormentado de Schiele
Viena acoge la primera exposición dedicada íntegramente a los retratos y autorretratos de uno de los grandes pintores del expresionismo
Horas más tarde, cruzando la Ringstrasse frente a la mole de la Ópera, sorteando tranvías y bajo una ventisca de dimensiones bíblicas, uno se seguía haciendo preguntas, preguntas baladíes en torno a lo que somos y lo que decimos que somos, lo que pensamos y lo que en realidad decimos que pensamos, lo que deseamos y no somos capaces de revelar... y entonces volvían a aparecer, repetida, obsesivamente, los espejos atormentados de Egon Schiele (Tulln, Austria, 1890-Viena, 1918), sus retratos y autorretratos de angustia y búsqueda, todo ese abanico de interrogantes que uno de los tipos menos clasificables de la historia del arte lanzó al aire en la efervescencia modernista de la Viena de principios del siglo XX. Alguien que hacía preguntas y, desde sus pinturas, trataba de responderlas. Sin rodeos.
Se pintó a sí mismo 150 veces. Solo Rembrandt superó tal narcisismo
Su obra indignó y desconcertó a la biempensante sociedad vienesa
Misión condenada al fracaso, horas después de contemplarlos, la de quitarse de la cabeza esos cuerpos dislocados y esas miradas alucinadas, esos pobres diablos desnudos y desafiantes, terribles, esos prohombres de la cultura o las finanzas sabedores de su poder, esos niños en escorzo que posan con ojos de gente mayor, esas mujeres tan plagadas de sexualidad pero tan tristes, esa desolación, toda esa negrura.
Nunca, por increíble que parezca, se había dedicado una exposición a los retratos y autorretratos de Egon Schiele, un pintor que se pintó a sí mismo hasta la extenuación, más de 150 veces, solo superado en tan esforzado ejercicio de narcisismo por Rembrandt. La laguna, evidente e hiriente para los seguidores de Schiele, el monstruo del expresionismo austriaco con permiso de su maestro y mentor Gustav Klimt y de su contemporáneo Oskar Kokoschka, ha sido subsanada en las salas del Museo Belvedere de Viena (www.belvedere.at).
Agnes Husslein-Arco, su directora, y Jane Kallir, máxima especialista mundial en la obra del artista, han reunido un conjunto que apabulla por su cantidad -en torno a un centenar de obras entre óleos, dibujos, acuarelas y gouaches- y que procede de un buen número de museos, galerías y colecciones privadas de Europa y Estados Unidos. Un conjunto que incluye los retratos que Schiele hizo de sus modelos-amantes (como Wally Neuzil), de su esposa Edith, de los prisioneros de guerra rusos que le tocó custodiar durante su etapa de soldado en la I Guerra Mundial, de marchantes de arte, de editores, de banqueros... y del niño Erich Lederer, una de sus obsesiones, quién sabe si tan solo artística...
Se trata, sin asomo de duda, de uno de los grandes acontecimientos artísticos del año a nivel europeo, y su visita tiene un obligado complemento no solo en la colección permanente del Belvedere (15 schieles) sino también, y sobre todo, en el Museo Leopold de Viena, un adusto receptáculo de hormigón y cristal que alberga el mayor conjunto de obras de Schiele en el mundo: la colección de Rudolph y Elisabeth Leopold. Y se trata de uno de los acontecimientos artísticos del año (la muestra permanecerá abierta hasta el 13 de junio) a pesar de que Schiele nunca perteneció, digamos, a la reducida estirpe de las superestrellas del gran circuito como otros contemporáneos suyos y compañeros de viaje en el movimiento expresionista como Kandinsky o Klee. Y a pesar también, es de justicia reconocerlo, de la muy extendida ignorancia que sobre la existencia misma de un pintor llamado Schiele vive instalada en España.
Estamos ante un artista que murió con 28 años víctima de la gripe española, que pasó 24 días en la cárcel por pintar niñas y niños desnudos, que evolucionó pictóricamente a velocidades de vértigo, que desconcertó e indignó a la muy biempensante y muy conservadora sociedad vienesa de la época y que dejó tras de sí, pese a su insultante juventud, una obra enorme y la impronta indescifrable de los genios sin etiqueta. Un pintor de culto y de trazo poderoso que, casi un siglo después de su muerte, cuenta con legiones de apasionados seguidores que rastrean y olisquean las páginas de sus biografías y de sus catálogos como si buscaran a uno de esos escasos autores que, con su existencia y sus creaciones, rompieron el molde e hicieron saltar en mil pedazos cualquier posibilidad de encasillamiento.
Porque Egon Schiele se zambulló conscientemente, sí, en las aguas turbulentas del expresionismo, donde tras la bendición de Klimt abrazó la obra de otros artistas de la Secesión vienesa como su amigo Max Oppenheimer y Oskar Kokoschka, pero solo hay que ver esta galería en el Belvedere o buscar sus otros rastros desperdigados por Viena para darse cuenta de una evidencia: como Van Gogh, como Munch, como Goya o como otros electrones libres de la historia del arte... a ver en qué carpetas, en qué categorías o en qué capillas artísticas conseguimos meter a Schiele.
"Él pensaba que para poder adentrarse a fondo en los entresijos del alma humana, tenía que conocer primero a la perfección la suya, y por eso se pintó a sí mismo tantas veces... Schiele sentía una gran ansiedad ante la vida, ante la sexualidad, ante los misterios del hombre, su vocación irrefrenable era la exploración de la psyche, y al mismo tiempo creía con mucha fe en la capacidad del arte de trascenderlo todo", explica pausadamente y en voz baja Jane Kallir ante un buen plato de apfelstrudel en la cafetería del Museo del Belvedere, donde reconoce que ha contado con casi todas las obras que persiguió para la exposición... "Casi todas, hay dos o tres que no he podido conseguir de sus propietarios".
Arrogante, orgulloso, melancólico, oscuro, triste, iracundo, solitario... así se muestra Schiele en sus autorretratos, donde parece presentarse a sí mismo como el emisario de otro mundo, como alguien que se ha asomado a algún lugar horrible y ha visto cosas, cosas que los demás hombres no han visto. Pero no las puede contar, solo su mirada y su cuerpo pueden servir de mensaje... es la angustia hecha arte, que tanto descalabró las conciencias de los puristas, quienes en 1910 debieron de ver en Egon Schiele un trasunto del diablo, aunque él explicara a quien le quisiera escuchar que era como un sacerdote encargado de transmitir un mensaje. También dijo: "El arte no puede ser moderno, lo que tiene que ser es eterno". Y con ese aviso a navegantes y aspirantes de la modernez -que no modernidad- por parte de alguien que murió hace 93 años queda todo dicho.
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