Matar por 12 euros
Es aún de noche cuando se levanta. Los cristales están algo empañados por el vaho, así que deduce que debe de hacer frío fuera. Pero a él no le afectan las bajas temperaturas ni, desde luego, le echan para atrás: se dispone a cumplir con los planes previstos. Como tantas otras veces, le estimula la mezcla de un placer anticipado y de una determinación propia de hombres de carácter. Así se ve: un hombre fuerte y con arrojo. Pero, sobre todo, le gusta verse como un hombre con pasión. Ya se ha calzado las botas y sube la cremallera de un jersey verde militar.
Mientras intenta beber un trago de un café solo que hierve, empieza a sentir la impaciencia de siempre, unas ganas imperiosas de llegar al lugar adecuado en el momento preciso y tenerlo frente a sí: un animal que abre mucho los ojos y te mira, fijamente pero por última vez. De pie en la cocina, casi es capaz de oír el sonido del tiro que él mismo disparará más tarde. E imaginar cómo se desvanece ese cuerpo, cómo flaquean y se doblan sus finas patas, cómo se tuerce definitivamente el cuello que ha estirado, con una tensa elegancia, cuando ha sido sorprendido, cómo ha quedado tendido sobre la tierra, desmadejado. Casi es capaz de sentir ya ese deleite, directamente proporcional a la inmovilidad de aquel cuerpo que no ha podido esconderse entre la maleza, así que apura ese café que le deja los dientes un poco más amarillos y abandona la taza sobre la mesa.
Los guardas del Seprona te aparecen donde menos lo esperas, los tíos, parecen furtivos
No es época de corzos pero, total, qué importa, la última multa que pagó era de 12 euros; 12,02. Mientras se cierra el chaleco, no puede evitar reírse al recordarlo: 12 euros. ¿Qué no merece la pena pagar esa miseria por llevarse a un corzo por delante? Pagas los 12 euros y listo. El último era pequeño, sí, apenas un par de meses, y no debía llegar a los seis kilos, pero a ver quién es el guapo que se resiste a disparar si se te pone delante el bicho. Aunque sea septiembre y estén criando. Ni septiembre ni leches: o te llevas por delante a la cría o te llevas a la madre y la dejas huérfana, así que, con un poco de suerte, mejor te llevas a las dos. Cuando se ajusta la canana aún se le dibuja en la cara una media sonrisa.
Lo malo es andar esquivando a los guardas forestales o a los del Seprona, con esos sí que no hay quien disfrute de verdad, siempre pendiente de que no te cacen. Te aparecen donde menos lo esperas, los tíos, parecen furtivos. Aunque si eres un poco zorro y no te pillan con la pieza, libras. A ver cómo demuestran que el tiro era tuyo. ¿No ves que en Madrid se puede cazar todo el año? Si no es un corzo, es un ciervo. Y ciervos hay para hartar, con esos sí que es mejor cargarte a la madre y al hijo, les haces un favor, no sé por qué vienen luego con tanta pamplina. Se les llena la boca con la ley y resulta que es del setenta. No puede evitar reírse de nuevo, mientras carga con la mochila y con las escopetas. Doce euros de multa, piensa, pero diría que lo ha oído en voz bien alta, aunque sale solo de casa. Aún es noche cerrada y esa nocturnidad le hace sentirse bien: como si necesitara esconderse de algo más.
Pone rumbo a Colmenar Viejo. Si la zona no se le da bien o hay moros en la costa, tirará para Abantos o el puerto de la Fuenfría, o puede que para el Alto de Lozoya, según le dé. Lo que tiene es unas ganas de cojones de pillar desprevenido al animal. No hay nada igual a esa sensación: adentrarse en el bosque con sigilo, avanzar con cautela, como si fuera uno el perseguido y no el perseguidor, verlo delante de ti, con esa cara de bobo que se les pone cuando les pillas de improviso, y zas, meterle un tiro. Se te pone la adrenalina a mil. Vuelve a reírse solo de recordarlo: ¿qué no merece la pena, por 12 euros? Manda huevos, se les llena la boca con la ley y es del setenta. Corzos es lo que más le pone. Te metes por el bosque y no es tan fácil echarte el guante. Y menos con la dotación del Seprona, que con los agentes que tienen no les da ni para empezar a poner multas por la Comunidad. Ya no se le quita la sonrisa de la cara, mientras avanza por la carretera que sale de la ciudad. A ambos lados de la calzada comienzan a vislumbrase grandes extensiones de monte.
Se pone como una moto solo de imaginar la cantidad de piezas sueltas que andan disponibles por los cotos, esperando a que venga un cazador con un par y les dé una muerte que ya la quisiera él. Claro que ahora a los del Seprona hay que añadir a los malditos ecologistas. Que encima ni siquiera tienen lo que hay que tener para reconocerlo y dicen que lo que son es animalistas, vaya usted a saber qué narices querrán decir con eso. Que protegen a los animales, dicen. Y a los cazadores, ¿qué? ¿quién los protege? Que ya no se puede ir tranquilamente por el monte porque te aparecen los animalistas esos espantándote la pieza, como pasa en Galicia con la caza del zorro. Les está bien empleado que haya alguno que los tenga bien puestos y les meta un par de hostias. O a los periodistas que llevan detrás, que me voy a callar por dónde les metía yo la cámara. Si no pasa nada más gordo porque los cazadores somos gente pacífica, que si no se liaba pero bien. Solo que yo en follones no me meto, yo a lo mío: me tiro al monte, me cargo al corzo y, si me trincan, pago los 12 euros y en paz. Ya estoy tardando.
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