El fuego imbécil
En su autobiografía, Keith Richards da cuenta somera del rastro de desastres que dejó en sus años salvajes. Misteriosamente, sus habitáculos ardían. Él se lo toma a risa: incluso recoge el listado de deterioros que asumió Hugh Hefner, tras una accidentada estancia en la mansión Playboy. Son las ventajas de la existencia como yonqui privilegiado; alguien vigila cuando el señor se duerme con un cigarrillo o se olvida de cierto experimento químico que requiere un quemador encendido.
Parece un gag. Pero pierde su gracia cuando esa desidia te afecta directamente, a 10 metros de distancia. Permítanme explicar la situación: resido en una calle tranquila del viejo Madrid. Conviven jubilados y jóvenes profesionales, asiáticos y latinos. La única anomalía era el prostíbulo que ocupaba varias plantas de un edificio rehabilitado. No molestaba mucho: clientes y pupilas preferían la discreción.
Antonio Vega también tenía su propio historial de incendios inexplicables
El pasado verano, el negocio se hundió: la policía desmontaba lo que describía como una de las mayores redes de prostitución de la capital. Y así supimos quién era el propietario del burdel, que cambió su chalet de lujo por una celda. Los pisos se cerraron y muchos lo celebraron.
En un ecosistema tan disputado como el del centro de Madrid, conviene no cantar victoria. Al poco, sigilosamente, entraron nuevos vecinos en los pisos abandonados. Entre esos okupas, algunos detectaron callejeras, adictos, camellos. Excepto la tienda del bajo, colonizaron toda la casa.
No resultaron un añadido agradable. Hubo robos a plena luz del día. Un goteo de visitantes apurados. Alguna pelea torpe, más gritos que violencia. Hasta que, como no estaba cortado el gas, algún descerebrado tuvo la idea de encender una hoguera por las bravas.
El pasado martes, la casa empezó a arder, por la buhardilla. Quizás no fuera muy grave: los bomberos resolvieron el asunto en una hora. Pero impresiona ver saltar astillas candentes sobre tus balcones. Asusta la facilidad con que se contagian las llamas por los techos de madera. Y así están las cosas. Se clausuró el portal con gruesas cadenas; por la mañana, ya estaban cortadas. Los asaltantes siguen rondando. Y no hay manera de razonar: ellos buscan la satisfacción de sus necesidades inmediatas y ni siquiera se preocupan de su propia calidad de vida.
Hay un libro estremecedor sobre los últimos tiempos de Antonio Vega, Mis cuatro estaciones (Lunwerg). El autor, Bosco Ussía, convivió con el músico, cuando este se alojaba en una nave insalubre, gélida en invierno y tórrida en verano. Antonio Vega también tenía su historial de incendios inexplicables.
El texto alterna la crónica del día a día con entrevistas. Aterra la distancia entre un Antonio elocuente ante la grabadora y su desinterés por nada que no fuera lo esencial: pillar dinero de actuaciones, vender aparatos o instrumentos para financiar la siguiente visita a Las Barranquillas.
Por aquel entonces, Antonio Vega había recuperado un tren eléctrico de su infancia. Se empeñó en que volviera a funcionar. Trabajaba de forma obsesiva... hasta que se fundían las bombillas. El concepto de almacenar repuestos para esas emergencias no entraba en su mente.
Cuando se quedaba sin luz, rebuscaba hasta encontrar un casco de minero; con su linterna, continuaba construyendo la base para el juguete. Podía no tener comida, podía encontrarse con su Porsche inmovilizado (las baterías para el coche constituían otro obstáculo insalvable), pero Antonio Vega logró que su tren circulara.
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