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LA COLUMNA
Columna
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El político y el jurista

Uno habla en clave política, el otro lo hace en clave jurídica. El primero define en tres ocasiones su propuesta como un paso: un paso determinante y de no retorno; un paso coherente con anteriores decisiones y compromisos; un paso para depositar los cambios políticos y sociales en la voluntad de la ciudadanía. El segundo la define como una ruptura: una ruptura con los modelos organizativos y las formas de funcionamiento de la Izquierda Abertzale en el pasado; una ruptura nítida e indubitada con organizaciones ilegalizadas. Los dos suben a la tribuna cargados de servicios a esa Izquierda Abertzale, que escriben siempre con mayúscula, como si fuera un nombre propio, una organización. Y es una organización, condenada a la ilegalidad por ser parte de un entramado terrorista, pero organización al cabo, con sus dirigentes, sus asambleas, sus publicaciones, sus portavoces.

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Rufi Etxeberria, el político, ha asumido la tarea de explicar a su organización que es preciso apostar por un proceso democrático que cierre un ciclo de confrontación y que, para conseguirlo, se necesita dar un paso. No se refiere para nada a lo que ha sido hasta ayer mismo su organización, parte activa de una estrategia que recurre al terror como instrumento de la política; lo único que le interesa es interpretar el pasado como un ciclo agotado, del que ya no es posible exprimir más sustancia, un ciclo cerrado. Los modelos anteriores cumplieron su tiempo: hasta aquí hemos llegado, punto de inflexión, se abre un nuevo ciclo, ahora dentro de la legalidad: todo muy limpio, muy aséptico, como quien cambia el traje viejo por otro recién salido del sastre.

Iñigo Iruin, el jurista, habla el lenguaje del derecho: ¿qué exigen los tribunales españoles a la Izquierda Abertzale para ser legalizada? Como el político, tampoco busca la confrontación ideológica: no tacha esa legalidad de franquista, ni ad hoc, ni restrictiva de derechos, ni nada por el estilo. Habla como un abogado del Estado: la nueva organización política se constituirá conforme al "canon de legalidad" configurado por el Art. 6 de la Constitución Española, la Ley de Partidos Políticos y la jurisprudencia del TS y del TC, y sus estatutos incluirán el célebre artículo 9 de la Ley de Partidos. Si para el político, el paso es el cierre de un ciclo, para el jurista, la ruptura es el rechazo de la violencia en los términos exigidos por la ley y por sus intérpretes autorizados.

Ni el político ni el jurista son nuevos en estas lides. Lo nuevo es su lenguaje: quieren ser legales y han asumido que deben aceptar la legalidad vigente. Lo que dicen entraña, pues, un reconocimiento del triunfo del Estado, de la Constitución y de las leyes y, muy en particular, de la Ley Orgánica de Partidos Políticos, la misma que denunciaron ante el Tribunal Europeo de Derechos Humanos. La razón y la fuerza de esa ley han terminado por imponerse. El político y el jurista han tomado nota del irremediable derrumbe que espera a su organización si no procede a dar ese paso, a realizar esa ruptura, si persiste en vivir en los eriales de la ilegalidad.

Llevamos décadas reclamando a los nacionalistas vascos un rechazo expreso, y con efectos políticos, de la violencia y del terror diseminado por ETA. El PNV, sus dirigentes y sus obispos, tardaron lo que no está en los escritos en renunciar a la equidistancia; Batasuna, después de recorrer un camino sembrado de muerte, ha aceptado la legalidad con su exigencia de rechazo de la violencia y del terrorismo, "exteriorizado, sin equívocos ni circunloquios, respecto de la organización ETA". Es lo que esperábamos: ETA rechazada por el mismo mundo que le ofreció cobijo, la alimentó e hincó ante ella la rodilla.

Entonces, ¿por qué no lo celebramos? Pues porque quienes nos comunican el paso y la ruptura fueron hasta ayer con ETA como la uña es a la carne. ¿Podían ser otros? No. ¿Podían haberlo hecho de otra manera? Sí. Por ejemplo, dedicando aunque solo fuera un minuto a las víctimas de la estrategia defendida por ETA y Batasuna en estrecho maridaje. El cuidado del jurista en afirmar que él dice lo que la ley le exige, rechazar, pero no lo que la ley no menciona, condenar, es el mismo que el político exhibe para certificar el paso a la vez que da por bueno el recorrido. Y el hecho de que ninguno de los dos, ni nadie desde ese mundo, eleve una voz de condena por los crímenes cometidos proyecta sobre esta nueva operación de incierto alcance una ominosa sombra que arrastraremos todavía durante años.

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