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Metáfora del duque

J. Ernesto Ayala-Dip

Quien siga domingo a domingo las columnas de Manuel Vicent, y luego las alterne con sus libros de prosa o sus apuntes biográficos, sacará seguramente una conclusión: todo ello conforma un corpus literario. No hay límites genéricos. No hay transición de un campo a otro. Como si el empeño de la escritura ocupara el empeño de la obra. Siempre me da la sensación de que la obra de Manuel Vicent se rige por una operación de desciframiento: trátese de una crónica, un relato autobiográfico o un texto de urgencia. ¿Y cómo descifra la realidad o el mundo Vicent? Mediante la metáfora o la imagen. Incluso cuando nos cuenta una historia (como la de María, la mujer de la bicicleta en León de ojos verdes, por citar un ejemplo), ésta también adquiere la forma de una metáfora, de desciframiento histórico-político en el ejemplo. Vicent confía, además, en su facilidad para la frase adjetiva o el adjetivo mismo: aquí estriba su precisión en los retratos o el dibujo de las circunstancias o anécdotas, una facilidad muy cercana, aunque bastante menos afrancesada, a la de Francisco Umbral.

Aguirre, el magnífico

Manuel Vicent

Alfaguara. Madrid, 2011

256 páginas. 18,50 euros

En Aguirre, el magnífico, Vicent repite su fórmula de interpretación. Se ampara en las anécdotas (en muchas de las cuales él mismo fue actor), en la información y en su mecanismo de escritura. En esta biografía de Jesús Aguirre confluyen la historia de España de los últimos cincuenta años, secuencias autobiográficas y una pequeña crónica del mundo intelectual que rodeaba al biografiado. Manuel Vicent parte del hecho de que la vida de su protagonista, real en su fantasmagoría, es a la vez una obra de ficción. Siendo así, el autor de Tranvía a la Malvarrosa trabaja en su salsa. Elige (aunque él nos dice que fue elegido por Jesús Aguirre como su biógrafo en presencia del rey Juan Carlos en 1985) un personaje a la medida de su filosofía compositiva. Yo diría que tiene razón Vicent al considerar al duque bastante novelesco. No habría más que reparar en su nacimiento casi de folletín. Y a juzgar por lo que se nos cuenta (y sobre todo, cómo se nos cuenta), incluso diría que es un personaje de novela de Stendhal. El consabido método de Manuel Vicent se ajusta al personaje que parece que quiso ser siempre el duque: más personaje que persona, más irreal que real. Jesús de Aguirre, nos viene a decir Vicent, es dos personajes. Hay el Aguirre que publica a Walter Benjamin en su etapa de editor y hay el Aguirre que queda extasiado ante las inmensas y millonarias propiedades que posee su enamorada duquesa (olvidándose del pensador alemán). Hay el Aguirre conmocionado por el asesinato del estudiante y militante antifranquista Enrique Ruano y el Aguirre (que parece que luego tampoco se acuerda de su querido discípulo) que ya no responde al teléfono cuando lo llaman sus amigos de tertulias literarias, incluido el propio Vicent (excepto, García Hortelano, materia extraña esta que el autor no nos aclara, suponiendo que lo sepa). Dado que el autor valenciano domina como nadie el arte de los contornos difusos, de las atmósferas cargadas de ambigüedad, habría que llegar a la conclusión que encuentra en el duque su sujeto ideal.

Aguirre, el magnífico me pareció la biografía de un hombre que nunca sospechó de su repentino apego al poder y a los brillos de la aristocracia. No deduzco del libro de Manuel Vicent que Jesús Aguirre maquinara su propia deserción ideológica ni estética. Simplemente un día se encontró con la oportunidad de ser un Grande de España. Y no la desaprovechó. En la sospecha de esta esperpéntica coyuntura radica el valor de Aguirre, el magnífico.

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