Educaciones sentimentales
La primera vez que entré en un burdel fue hace veinte años para acompañar a un amigo. Mi amigo trabajaba con una cuadrilla de albañiles desde los dieciséis y cumplidos los dieciocho lo llamaron para ir a la mili. Era -es- un chico discreto, casi tímido, y con ese encogimiento adolescente tenía que aguantar, todo el día y cada día, bromas y chistes sobre su virginidad y sobre ese gran rito de paso al mundo adulto que era la mili. La cuadrilla, que anteriormente le había introducido en las nobles y masculinas artes de la bebida y el tabaco, recogió dinero para pagarle una noche de juerga en un burdel. La presión de los hombres Marlboro fue tanta que accedió y me pidió que le acompañase.
Ahora no hay humo en el burdel, cierto, pero el ambientador no puede disimular el olor a abuso y a sordidez
A mí lo del burdel me parecía muy sórdido y así se lo dije. Los sábados y los domingos los solteros de mi pueblo se acicalaban y conducían hasta Lleida. Me los imaginaba con los pingos del burdel y en el otro plato de la balanza ponía mis fines de semana con mi novia de entonces en la parte de atrás del coche, y no había color. Además, ¿y si alguien me veía allí y se iba con el cuento a casa? Al fin, como con dieciocho los amigos son los amigos y él estaba muy fastidiado, accedí. Debo decir que los de la cuadrilla, generosos a su manera, pagaron también un servicio -módico- para mí.
Llegamos al burdel. Moqueta, muchos espejos y pestazo a ambientador. Entramos y nos acercamos a la barra. Lo recuerdo, año 1991, una cerveza, 800 pesetas. Él subió con una chica y yo tuve que sacarme de encima a otra que empezó a bromear sobre mi masculinidad. El Sandokán de la barra también sostuvo que era marica, lo que hay que hacer por los amigos. Aguanté tres cuartos de hora de dudas, comentarios, chistes cuartelarios y gestos de todo tipo. No fumaba y sólo bebía cerveza. "Los hombres fuman puros", me decía después de echarme el humo en la cara. De pequeños fumábamos 3 Carabelas a escondidas para parecer más hombres. Sisábamos de donde podíamos y comprábamos con el silencio cómplice del estanquero. Queríamos parecer más hombres, teníamos diez años.
Sandokán intentaba provocarme vaciando chupitos. Como me importaba un comino, pregunté si tenían Coca-Cola Light. Sandokán no cabía en su piel: yo era marica y así se encargó de decírselo a todo el mundo. Al fin, mi amigo salió de la habitación y traía una cara más que larga: un desastre de primera vez. Por supuesto, cuando vimos a los de la cuadrilla, exageramos hasta lo indecible. Era lo que querían oír. Se había hecho un hombre y formaba parte del grupo.
He vuelto dos veces más al burdel en cuestión. Las dos por trabajo de campo, entrevistas diversas a prostitutas para un libro que estoy haciendo sobre la inmigración de todo tipo que llega al Segrià y al Bajo Cinca. La procedencia ha ido cambiando. Cuando acompañé a mi amigo la mayor parte eran catalanas y españolas. La segunda vez todas eran inmigrantes, rusas, colombianas, rumanas y alguna búlgara. Sandokán se había transformado en una suerte de Stallone de Bucarest. Fue durante la primavera de 2007 y me sorprendió ver tanta gente joven.
Mi amigo sigue fumando y afirma que no ha vuelto al burdel desde los tiempos de la mili. Yo sí, una tercera visita, y cada vez da más grima. Se continúa dudando de mi hombría, claro está, pero como mínimo, desde la introducción de la ley antitabaco, las mujeres que fumaban ya no fuman y los hombres Marlboro tampoco. Continúa estando lleno de espejos manchados de ocre, basta mirarse en ellos para darse cuenta de que a veces avanzamos lo que retrocedemos.
No hay humo, es cierto, pero el ambientador no puede disimular el olor a abuso y a sordidez.
Francesc Serés es escritor.
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