Vida de una santa

El éxito que, hace unos años, cosechó un documental como El gran silencio, de Philip Gröning, el hecho de que una película como La última cima, de Juan Manuel Cotelo, se haya convertido en todo un fenómeno subterráneo en la cartelera española y la exteriorización del entusiasmo del público que puede contemplarse en algunas sesiones de la sobresaliente De dioses y hombres, de Xavier Beauvois, parecen las diversas manifestaciones de algo que a algunos resultará bastante insólito.

En tiempos esencialmente descreídos, emerge la necesidad por un cine religioso -o, por lo menos, por un cine que aborde frontalmente el tema de la espiritualidad- que parecía extinto. Ignora este crítico si el extemporáneo estreno de Thérèse, de Alain Cavalier, 25 años después de su realización -y de que el filme obtuviese el gran premio del jurado y la mención del jurado ecuménico en el Festival de Cannes-, responde a tan inesperado y anómalo hype: en todo caso, conviene celebrar el rescate de una película excepcional, un estudio sobre la santidad que no celebra, ni juzga a su objeto, pero lo eleva a la condición de enigma y estimulante problema... esencialmente humano.

Thérèse es el biopic, atomizado en viñetas bressonianas, de santa Teresa de Lisieux, carmelita descalza canonizada en 1925 que concibió su vida como insobornable comunión sacrificial con la divinidad. En su día, el crítico Andrew Sarris definió la devoción de Teresa como una combinación de "sexualidad desplazada y fetichismo transubstanciado". Algunas secuencias de la película -el monólogo en que una carmelita cuenta cómo se tragó la costra de un leproso- apoyan esa interpretación, pero la ascética narrativa de Cavalier escoge la templada posición del humanista, asombrado ante la radicalidad del gesto de su heroína, pero en todo momento consciente de las contradicciones -y las sombras- que conlleva el enclaustramiento de una pasión vital: la elección, en suma, de una muerte en vida.