Mi editor favorito
A Salinas lo conocí a finales de los setenta en el vistoso local que la segunda Alfaguara, iniciada bajo el paraguas financiero de Jesús Huarte, ocupaba en los bajos circulares y laberínticos de Torres Blancas, esa joya organicista y ultramoderna de Sáenz de Oiza a la que se adaptaba perfectamente un proyecto editorial que tenía un pie en la tradición y otro en un futuro que nadie imaginaba digital: un auténtico lujo en el paisaje cultural de la España recién salida de la dictadura.
A Salinas le precedía, además de la aureola paterna, una fama apuntalada en la bohemia barcelonesa (véase el Diario del artista seriamente enfermo, de Gil de Biedma) y en el trabajo realizado en un par de las más prestigiosas editoriales del país. Entonces tenía poco más de 50 años y ya había aprendido en Seix Barral y Alianza casi todo lo que necesitaba, de manera que se hallaba en un momento perfecto para poner en marcha su propio proyecto. Contaba con abundante respaldo económico y, sobre todo, con ese estado de gracia que los mecenas conceden a los artistas a los que apadrinan y que se prolonga hasta que algún gerente irritado da un puñetazo en la mesa. Porque, aunque nunca olvidó que los libros debían dar dinero, Salinas fue siempre un artista de la edición. Por eso se rodeó de otros como él. Encargó el diseño -a la vez tradicional y vanguardista- a Enric Satué, que vio en la comanda una oportunidad creativa sin precedentes. Su diseño editorial, que todavía se estudia, y cuya magnificencia tipográfica era todo un manifiesto contra la vulgaridad iconográfica, confirió a la marca de Salinas una personalidad apabullante. Treinta y cuatro años (y tantas cosas) después, el hecho de que el primer título de aquella mítica editorial fuera En el Estado, de Juan Benet, refuerza esa impresión de auténtica declaración de principios con la que la editorial fue percibida por las gentes del métier aquella lejana primavera.
Me enseñó a respetar el segundo mejor oficio del mundo, que se alimenta de los frutos del primero
Pero la factura, con ser importante, era solo el envoltorio más adecuado para un programa editorial construido con rigor y apoyado en el trabajo de un plantel de editores, asesores y colaboradores como no existía entonces en ninguna editorial del país, y que Salinas organizaba según prolijos segmentos y jerarquías de mérito. Primero estaban los seniors (Benet, Martín Gaite, García Hortelano, etcétera), luego los júniors (Azúa, Marías, Pombo, Molina Foix y tantos otros) y luego la tropa de aspirantes, en la que milité como lector durante una temporada.
De Salinas aprendí muchas cosas. En primer lugar, que editar es, ante todo, una pasión. Y que hay que editar bien: el libro físico debe estar siempre a la altura de sus contenidos. Y, después, que en ese oficio es preciso rodearse de gente que sepa tanto o más que tú, algo poco frecuente en un territorio en el que casi todo el mundo teme que venga alguien a hacerle sombra. Años después, cuando trabajé con Luis Suñén en la dirección de lo que llevaba tiempo siendo la tercera Alfaguara (Santillana), volví a coincidir con Jaime en la sede del grupo editorial en la calle Juan Bravo, donde él estaba encargado de reflotar la histórica Aguilar. En aquella época volvimos a hablar mucho del oficio. Y también de su vida: de los recuerdos de su padre y sus compañeros de generación, de la guerra y los exilios, de sus veranos adolescentes en Middlebury, de su época como voluntario del American Field Service en el frente de Alsacia, de su regreso a España en 1955.
De todo ello habló en una hermosa autobiografía (Travesías, Tusquets, 2003) que nunca tuvo demasiado interés en terminar. De hecho, su primer (y único) tomo finaliza con su protagonista llegando en taxi (a Salinas le encantaban) a la sede barcelonesa de Seix Barral. Ahí, precisamente, comienza el Jaime Salinas que yo conocí mejor. El que me enseñó a amar y respetar el segundo mejor oficio del mundo, que, por cierto, siempre se ha alimentado de los frutos del primero. Gracias, tito Jaime.
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