¿Se puede caer más bajo?
Lo bueno de la historia, dicen, es que cura de espantos. Casi nada que ocurra deja de tener un trasunto en el pasado. Y en Italia, que de antigüedad anda sobrada, buscar es casi encontrar inmediatamente. Este gobernante suyo actual parece un epítome de Tiberio. En el siglo primero, habiendo llegado a emperador, logró alcanzar altas cotas de infamia. Hacía fiestas con todo tipo de excesos, de mesa, bebida y sexo, a las que eran invitadas prostitutas o jóvenes directamente vendidas por sus parentelas. Para darle sal, de cuando en cuando exigía también el tributo de la honestidad de alguna chica patricia. Y se cuenta que, si no lo lograba, entonces atacaba a sus madres. Este Tiberio tenía un lugarteniente que se ocupaba de gobernar y varios fámulos que le montaban las orgías conseguían a las mujeres y demás intendencia.
Como en Roma todo se sabía y la gente murmuraba, acabó llevando sus sucias fiestas a la isla de Capri. Allí montó una casa de recreo en que añadió a sus conocidas fiestas algunas distracciones acuáticas que quizás no vienen al caso. Aquello no acabó bien, pero dejó trazas en la historia de la vileza. ¿Nada nuevo bajo el sol? Imagino que, como todo niño italiano, el actual presidente conoce la historia de la dinastía Julia. Forma parte de la imaginación común del país. Ya sabes, "las cosas que pasaban cuando éramos un imperio". Me temo que manifiestamente este ciudadano copia un modelo que guarda en su memoria.
No podemos saber si los historiadores antoninos se inventaron las suciedades de Tiberio. Pero las que suceden, para goce del actual, en los palacios públicos y las casas privadas de Roma o de Villa Certosa están bien documentadas. Así como lo está la degradación de las familias que ofrecen las hijas y hermanas, los salarios de sexo que paga el prócer y las conversaciones de las implicadas. La imagen que resulta es la del delirio de un macho avejentado que se apoya en las partes más bellacas de la naturaleza humana; un tipo al que el poder se le ha subido a la cabeza y que ya no sabe relacionarse con iguales, sino que relincha rodeado de una corte prostibular y disfruta amparando una política en la que todo se compra y se vende. Un gobernante abyecto, bendecido por la clerecía o por pocos contrariado.
¿Existe el personaje verdaderamente? Sin duda, pero es sobre todo un síntoma. La democracia tiene sus increyentes. Gentes que se especializan en abatir hasta donde más se pueda la decencia común para encontrar así su confortable charco. Asistimos a la pesadilla de un mundo de payasos y gladiadores que nos quieren hacer caminar por el borde mismo de la ignominia. Este es ahora el temor que recorre Europa: el contagio. Es siempre más fácil descender que subir.
Amelia Valcárcel es catedrática de Filosofía Moral y Política de la UNED y miembro del Consejo de Estado.
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