Faltó el abogado del diablo
Desde el Concilio de Trento, que puso difícil la llegada de eclesiásticos indecentes al pontificado romano, son pocos los papas elevados a lo más alto de los altares del catolicismo. En realidad, son solo dos: Pío V, que reinó en el Vaticano entre 1566 y 1572 y fue el impulsor de la contrarreforma, y Pío X, de civil Giuseppe Melchiorre Sarto, papa entre 1903 y 1914, es decir, casi tres siglos y medio después. Pero ahora el camino hacia la santidad se ha acelerado, sobre todo desde que Juan Pablo II suprimió la figura del abogado del diablo, que imponía rigor en las causas abiertas, revisaba a fondo las virtudes y los defectos de los aspirantes y ponía sordina, siempre que podía, a la riada de milagros que la credulidad popular suele atribuir a un santo varón nada más morirse. Una demostración de la relajación del sistema de beatificaciones y canonizaciones es que el propio Juan Pablo II hizo durante su reinado tantos beatos y santos como todos sus predecesores juntos.
Para quien crea en prodigios en una Iglesia cuyo fundador los hacía a menudo, quede constancia de que el primer milagro del papa Sarto también fue, como con Juan Pablo II, la repentina curación de una monja, Marie-Frangoise Deperras, que tenía cáncer del hueso y fue curada el 7 de diciembre de 1928 durante una novena en la que una reliquia de Pío X fue puesta en su pecho. Beatificado en 1952 por Pío XII, y canonizado dos años más tarde, los restos incorruptos de Pío X están enterrados bajo el altar de la capilla de la Presentación, en la basílica de San Pedro. En su epitafio se lee: "Su tiara estaba formada por tres coronas: pobreza, humildad y bondad".
La bondad de los papas es siempre opinable, sobre todo en una época en que la Inquisición trabajó a fondo contra las tendencias modernistas en los campos de los estudios bíblicos y la teología. Más dudosas son sus virtudes de pobreza y humildad desde que acceden al cargo pontifical, uno de los que exhiben más pomposidad y parafernalia en todo el mundo. Tampoco el papa polaco se distinguió por su misericordia con los que consideraba errores de su tiempo. Al margen de accidentes tan desagradables (y poco ejemplares) como su pasividad ante los clérigos pederastas -en el caso de Marcial Maciel, fundador de los Legionarios de Cristo, podría hablarse incluso de encubrimiento si no resultara cruel decirlo de quien va a ser beato en unos meses- Juan Pablo II resucitó la siniestra Inquisición pese a haberla clausurado el Concilio Vaticano II y puso al frente a un policía de la fe que ha descabezado sin contemplaciones a la mejor teología de los últimos siglos. Se llamaba Joseph Ratzinger, ahora papa Benedicto XVI. Eran muy amigos y compartieron complicidades durante décadas, hasta hacerse muy ancianos, así que no ha de extrañar que se considerasen mutuamente elegidos de Dios en una misión de combate contra el modernismo del momento, llamado ahora laicidad y relativismo. Es decir, unos benditos.
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