Los pobres
Como ya me hice mucho daño a mí misma durante las décadas en que fumé cigarrillos —lo dejé hace ocho años, y últimamente ya no consumo ni narguile—, soy capaz de convivir con los humos de los demás, aunque no con la apestosa presencia de las colillas trasnochadas, ni con la aberrante fragancia que el vicio deja en ropas y tapicerías.
A mi alrededor, en estos días primeros del cumplimiento de la nueva ley, observo a un gremio ligeramente preocupado: el de los porteros y porteras. "¡Faltan ceniceros!", proclama la mía, erigida en portavoz ante mí de las del vecindario, hartas de barrer. En efecto, los afuera fumantes no tienen la precaución de hacerse previamente con un cenicero y, dada la carencia de tales adminículos en el mobiliario público, estaría bien que se trajeran uno de casa o que lo pidieran en el bar que abandonan periódica y frecuentemente para echar unas caladas. No me cabe duda de que la retirada de ceniceros de interior puede convivir perfectamente con, pongamos, una especie de urna do podrían los fumadores hacerse con uno, y devolverlo tras depositar su contenido, previamente apagado, en la papelera más cercana.
En el bar de mi esquina, en donde se fumaba, y mucho, hay un trasiego permanente de clientela que interrumpe la tertulia para salir a darle al asunto. En otro de mis establecimientos predilectos se ha producido un cambio a mejor. Han abierto terraza. Terraza grande y muy concurrida. De ella proceden los ciudadanos que, a mi lado —estoy acodada a la barra, degustando unos excelentes chicharrones todavía permitidos—, introducen monedas en una máquina expendedora de cigarrillos y se van, felices, con sus cajetillas.
—¿Debería denunciar a alguien? —inquiero, lega todavía en los mecanismos de represión.
—Déjeles —replica mi vecino—. Los pobres.
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