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ÍDOLOS DE LA CUEVA
Columna
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El juego del ladrillo

Manuel Rodríguez Rivero

Observo a un muchacho ensimismado con su consola de séptima generación, desde la que no para de eliminar a siniestros combatientes terroristas que se mueven sincopadamente por un escenario reminiscente del Oriente Medio (versión Hollywood), y me vienen a la cabeza, incongruentemente y de golpe, aquellas lejanas tardes de mi infancia en que me juntaba con algunos amigos del colegio para comprar y vender, durante horas que pasaban volando, las propiedades inmobiliarias desplegadas como botín financiero en el tablero del Palé.

Aquel juego, muy popular entre la clase media española de los cincuenta, tomaba su nombre del acrónimo de su creador español, Paco Leyva, que diseñó una adaptación castiza (y no del todo legal, según los propietarios de la patente original) del Monopoly, un juego de estrategia inmobiliaria creado por Charles Darrow y comercializado en Estados Unidos por la empresa Parker Brothers (hoy parte de la multinacional juguetera Hasbro) a partir de 1935. Como se sabe, en ambos juegos obtenía la victoria el jugador que adquiriera el mayor número de propiedades inmobiliarias, hasta lograr el monopolio del mercado a costa de la eliminación y la ruina de todos los demás participantes.

El juego, como el arte, copia la vida. De modo que no me extrañaría que alguien, ahora, inventara un juego sobre el paro

Darrow, que había perdido su empleo a principios de la Depresión, se había inspirado a su vez en un juego anterior -The Landlord's Game- patentado por la activista cuáquera Elizabeth Maggie, una convencida seguidora del economista norteamericano Henry George (1839-1897), quien, a su vez, había inspirado una doctrina económica (el "georgismo") que sostenía que, aunque cada cual tiene derecho a poseer lo que fabrica y crea, lo que se encuentra en la naturaleza (incluidos la tierra del campo y el suelo de las ciudades) pertenece a toda la humanidad. La paradoja es que el antecesor del Monopoly fue ideado para mostrar la injusticia que supone el monopolio de los bienes raíces, así como la necesidad de implementar fuertes impuestos sobre el suelo como medio de impedirlo.

El Monopoly, y su hijo espurio el Palé no eran otra cosa que sendas dramatizaciones lúdicas del mercado inmobiliario. Uno tiraba los dados sobre aquel tablero de 40 casillas y, según avanzaba, tenía la oportunidad de comprar y vender propiedades y echar a los que antes las ocupaban: la fortuna del ganador se basaba en la pobreza de los demás. Y, como en la vida, uno podía también tener un golpe de buena o mala suerte y acelerar el proceso o dar con sus huesos en la cárcel; entre los accesorios del juego había papel moneda de imitación y tarjetas de "suerte" o "sorpresa" cuyos edictos podían amargarte o alegrarte la vida. Como en todos los juegos de estrategia, en el Palé surgía lo mejor y lo peor de cada uno de los participantes: la astucia, el talento, la capacidad para la negociación y el mercadeo, la paciencia, la codicia, la traición. Algunos de mis compañeros de juego han acabado haciendo en la vida lo que aprendieron en torno a la mesa camilla de mi casa en aquellas tardes lejanas. A unos les fue bien, otros se han arruinado.

Leo en algún lugar que Ridley Scott podría empezar pronto el rodaje de Monopoly, una película "sobre la codicia" inspirada en el septuagenario juego de Hasbro. Supongo que, si se lleva a cabo, entrará a formar parte de ese Zeitgeist apesadumbrado que respiramos desde el fiasco de las hipotecas subprime y el estallido de la burbuja inmobiliaria. El juego, como el arte, copia la vida. De modo que no me extrañaría que alguien, ahora, inventara un juego sobre el paro. Ganaría el jugador que despidiera a más gente pagando menos indemnizaciones. O el que prejubilara más pronto. O el que hiciera más contratos basura a jóvenes sobradamente preparados. En el folleto de instrucciones se especificaría también quiénes serían los perdedores.

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