Miedo y mercados
En este año se ha dado una desavenencia fundamental entre los principales países del mundo sobre cuál es la política económica necesaria para salir de la crisis. Si primero hay que estabilizar las cuentas públicas para volver a la senda del crecimiento, o hay que crecer antes que ajustar. Mientras tanto, los ciudadanos se instalan en una especie de economía del miedo: el temor a que las dificultades duren mucho tiempo, a que de las mismas salgan empobrecidos y a que los hijos vivan peor que los padres. Estas son 10 tendencias.
1. Durante 2010, la Gran Recesión entró en su cuarto año natural de duración. Arrancó en el verano de 2007 con el estallido de la burbuja inmobiliaria en EE UU a través de las hipotecas de alto riesgo (subprime); prosiguió en 2008 con las enormes dificultades del sistema financiero mundial; se contagió en 2009 a la economía real en forma de desempleo y empobrecimiento de las clases medias, y se multiplicó en el ejercicio que ahora acaba, afectando a los Estados que pusieron su dinero para superar las consecuencias de la caída de la industria, de los bancos y de la economía de los ciudadanos.
El tono vital de los ciudadanos es muy bajo. Casi la mitad de los españoles teme perder su empleo
2. Ninguna de aquellas patologías se ha arreglado, pero ahora el concepto negativo por excelencia es el de "endeudamiento". Y a pesar de que las deudas son superiores en el sector privado que en el público, 2010 ha sido el año en que reventaron las deudas soberanas y los déficits presupuestarios de los diferentes países del mundo.
3. Esta paradoja ha sido lamentada por algunos de los hombres públicos que han de soportarla. El ex presidente de la Comisión Europea, Jacques Delors, declaró: "Ahora los mercados te advierten de que si no reduces el déficit te van a atacar. Pero como las políticas de reducir el déficit provocan una caída en el crecimiento, entonces te dicen: 'Te atacaremos por no crecer lo suficiente". El presidente Rodríguez Zapatero dijo melancólico: "Creíamos que íbamos a reformar los mercados y son ellos los que nos están reformando a nosotros".
4. Esta confluencia de factores negativos (en la construcción de viviendas, en las finanzas de las empresas, en la liquidez de las entidades financieras, en los precios y escasez de las materias primas y del petróleo, en los puestos de trabajo y en la renta disponible de las personas, en la mortandad de centenares de miles de sociedades, etcétera) ha configurado un mundo diferente, caracterizado por la escasez, por las dudas respecto al futuro. Un mundo estancado en el que priman los elementos relacionados con la austeridad. El filósofo esloveno Slavoj Zizek comenta que la diferencia más sustancial entre las tres últimas décadas y la situación actual de crisis profunda y larga es que antes los recortes económicos se limitaban a breves periodos y se aplicaban prometiendo que pronto se volvería a la normalidad, mientras que en esta nueva época, en la que un cierto estado de emergencia parece precisar de toda clase de medidas de austeridad, ésta es permanente y se convierte "en pura y simplemente una forma de vida".
5. En las primeras fases de la Gran Recesión parecía haberse logrado una especie de sentido común compartido por todos; para salir de las dificultades se precisaba de una acción global en dos etapas: primero había que sanear al sistema financiero, calificado como el riego sanguíneo de la economía, y a continuación, sustituir la acción de la inversión privada, que estaba anémica y dimitida, por el dinero público como única metodología posible para sostener el consumo, el empleo y la actividad. Se insistió más en la primera etapa que en la segunda, con lo que ello supuso de desigualdad en el reparto de los costes de la crisis. Por ejemplo, entre 2008 y septiembre de 2010, los países europeos pusieron a disposición de los establecimientos bancarios ayudas de Estado por valor de 4,5 billones de euros (un 38% del PIB europeo) en garantías, nacionalizaciones, compra de activos o inyecciones de liquidez; en EE UU, las entidades financieras recibieron el equivalente a 2,5 billones de euros entre finales de 2007 y julio de este año, en el marco de los seis programas creados para tal fin por la Reserva Federal. A pesar de ello, el problema no se ha resuelto, y el Fondo Monetario Internacional, en su asamblea de otoño de 2010, calificaba al sistema financiero como "el talón de Aquiles de la recuperación". José Viñals, su máxima autoridad en este sector, dijo que había aumentado la posibilidad de que se produzca una coincidencia nefasta entre la contracción del crédito a las empresas y a las familias, la desaceleración del crecimiento económico y el debilitamiento de los balances de las entidades financieras.
6. Tantas ayudas públicas, las más importantes a los bancos y otras mucho más modestas para las políticas de estímulo a la economía real, hay que pagarlas. Rompían la ortodoxia de la política tradicional de los equilibrios macroeconómicos y significaban la traslación de la deuda a las generaciones futuras. Entonces se produjo una desavenencia en ese sentido común de nuestra época: unos países, fundamentalmente los europeos liderados por Alemania, se asustaron por la magnitud de la deuda creada y entendieron que había que cambiar de énfasis: había llegado la hora de volver al redil y estabilizar las economías como condición necesaria para regresar a la senda del crecimiento; otros países, como EE UU, Japón y los principales emergentes, creyeron que el camino era otro: primero había que asegurar el crecimiento, y una vez obtenido este, estabilizar las finanzas públicas. En estos términos se manifestó el debate en el seno del club que acoge a los principales países del mundo, el G-20, que en sus dos últimas reuniones en Toronto (Canadá) y Seúl (Corea del Sur) se dividió: estabilizar para crecer o crecer para estabilizar. El resultado, en el corto plazo, da más la razón a unos que a otros: en 2010 se ha rescatado de la bancarrota a países como Grecia o Irlanda, pero el crecimiento de la Unión Europea es notablemente inferior al de EE UU, Japón o los países emergentes (China, India, Brasil...), y además hay más de 23 millones de desempleados en el corazón de la vieja Europa. Hay que esperar un poco más para determinar quién tenía la razón en esa polémica.
7. Existe además otro desequilibrio: los ajustes se realizan a distinto ritmo. Según las normas de las que se han dotado, los países europeos están obligados a retornar a la ortodoxia fiscal -3% del PIB de déficit máximo- en 2013 (excepto Irlanda, que, con un déficit público del 32% de su PIB, habrá de llegar en 2015), lo que significará la aplicación de fortísimos planes de austeridad a sus poblaciones. Sin embargo, esta rigidez se olvida cuando se trata de regular el sistema financiero, causante primero de la Gran Recesión, de modo que sus establecimientos no vuelvan a repetir en el futuro los mismos abusos, errores e irregularidades que en el pasado. Para ellos la gestión del tiempo es mucho más flexible. Veamos algunos ejemplos: los bancos europeos tendrán que cumplir nuevas condiciones en materia de capital mínimo, más exigentes, pero para ello disponen hasta 2019 (seis años más que los Estados); la definición y la lista de qué bancos son considerados "entidades sistémicas" -capaces de generar problemas globales si tienen dificultades como las del quebrado Lehman Brothers- no se ha consensuado y disponen para hacerlo de todo el año 2011. ¿Qué ocurrirá si en este limbo aparecen las dificultades que algunos analistas pronostican, y algunos bancos se tambalean? ¿Nuevos planes de rescate con dinero público que supondrían más déficit y deuda para los Estados y los pondrían en mayores problemas para cumplir su hoja de ruta? Tampoco ha habido acuerdo para establecer un impuesto a los bancos que supla el dinero público en caso de quiebra, ni una tasa para las transacciones financieras que sirva para financiar los Objetivos de Desarrollo del Milenio (reducir a la mitad la pobreza en el mundo para 2015) o las consecuencias del cambio climático.
8. Mientras tanto, se ha instalado entre los ciudadanos del mundo lo que se denomina la economía del miedo: el temor a perder el puesto de trabajo, a la inseguridad económica, a quedarse atrás en una distribución de la renta y la riqueza cada vez más regresiva, al que viene de fuera a competir por los escasos empleos y por un Estado de bienestar al que se exige más, a que nuestros hijos vayan a vivir peor que nosotros... Y también el miedo a que los representantes políticos, libremente elegidos, tengan escasa capacidad para resolver asuntos que están cada vez más en manos de los mercados. El miedo como un ingrediente activo de la vida pública que pone en cuestión la naturaleza misma de la democracia. El economista de origen austriaco Joseph Schumpeter, poco sospechoso de izquierdismo, se interrogó a principios de los años cuarenta si podría sobrevivir el capitalismo, y contestó que no. La pregunta, hoy, es diferente: ¿va a sobrevivir la democracia, tal como la conocemos, a la luz del papel cada vez más excepcional y permanente de ese poder fáctico al que llamamos mercados?
9. Frente a ello, el tono vital de los ciudadanos es muy bajo. Veamos algunos datos sobre España. Si se les pregunta a los ciudadanos de nuestro país, como hacen sistemáticamente los barómetros del Centro de Investigaciones Sociológicas, una mayoría contesta que la situación económica y política es mala o muy mala, y que será igual o peor dentro de un año. Un estudio reciente de la Fundación Pfizer decía que casi la mitad de los encuestados (el 44,3%) teme perder su empleo en los próximos meses y un 86% de los parados ve muy difícil encontrar empleo en un plazo razonable. Según la Encuesta de condiciones de vida de los españoles, del Instituto Nacional de Estadística, este año los ingresos anuales medios de los hogares han disminuido casi un 3% respecto a 2009; el 36,7% de los hogares afirma que no tiene capacidad para afrontar gastos extraordinarios, y tres de cada cuatro hogares manifiestan llegar a fin de mes con mucha dificultad.
10. Hay un problema de reducción generalizada del consumo por el empobrecimiento y la reducción de la renta disponible, por el aumento del paro (20% de la población activa y más del 40% en los menores de 25 años) y por la sequía del crédito, pese a las ayudas a los bancos. Sin consumo no hay crecimiento. Y hay una sensación de amargura por la injusticia en el reparto de las cargas de la Gran Recesión. Lo peor es que pocos se atreven a vaticinar que a finales de 2011, cuando haya que hacer un balance similar a este, se haya producido un cambio cualitativo de la situación.
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