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LA COLUMNA | OPINION
Columna
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De sabotaje a sedición

En nuestro léxico político falta algún concepto que defina la acción colectiva emprendida por los controladores aéreos en la tarde del pasado día 3: el abandono del puesto de trabajo por un sindicato, a una hora fijada de antemano y sin previo aviso. Por eso, se ha definido como huelga salvaje, pero las huelgas salvajes son explosiones de rabia al margen de, o contra los dirigentes sindicales y sin objetivo preciso y en este caso no hubo nada de explosión y sí mucho de premeditación y de obediencia a los líderes del sindicato.

Esta dificultad para definir lo ocurrido en términos políticos viene de lejos: el sindicato de controladores se ha especializado en utilizar de forma gratuita un viejo procedimiento de presión sin necesidad de recurrir a las figuras típicas de la confrontación laboral o política. Confiados en su ilimitado poder, no han necesitado declarar nunca una huelga ni organizar protestas; les ha bastado con recurrir al sabotaje, o sea, a una obstrucción disimulada del tráfico aéreo o a blandir su amenaza. El monopolio de oferta y la amenaza y la práctica del sabotaje han sido sus armas preferidas en los tratos con su empresa y con los gobiernos.

De ahí que hasta fechas recientes ningún gobierno se haya atrevido a poner un límite razonable a los privilegios en jornada laboral, retribuciones, descansos, jubilaciones, acumulados por los miembros de este sindicato por métodos que recuerdan las prácticas mafiosas. Pero de ahí también que cuando por vez primera un gobierno intenta, no ya poner un límite, sino recortar privilegios, los controladores -acostumbrados a no pagar nada por sus sabotajes: bajas injustificadas, brazos caídos, trastornos en el tráfico aéreo- decidieran que había sonado la hora de informar al gobierno de lo que su sindicato era capaz. Y ni cortos ni perezosos abandonaron sus puestos de trabajo, cerrando el espacio aéreo del Estado español.

Es claro que esta manifestación de poder sindical no es sólo una acción dirigida contra una empresa, ni siquiera contra un gobierno, o contra millones de ciudadanos; es una agresión al Estado. El abandono de sus puestos de trabajo -retribuidos en algún caso con la astronómica cifra de un millón de euros- adquiere así las notas propias del motín y hasta de la sedición, aunque no se haya visto acompañado de violencia ni haya dado lugar a movilización de multitudes en la calle: ellos aborrecen a la multitud y no necesitan poner bombas para demostrar hasta dónde llega su poder.

La acción colectiva del 3 de diciembre fue la respuesta fuera de la ley de un sindicato habituado a actuar fuera de la ley y que, por una discrepancia sobre el cómputo de horas trabajadas, decidió pasar del sabotaje a la sedición. Y porque con su acción habían atentado contra el Estado, era el Estado el que debía responder haciendo uso de todos los medios que la Constitución y las leyes ponen a su alcance. Estado quiere decir no solo gobierno, sino el conjunto del sistema político y, notoriamente, el Parlamento: no puede ser que un sindicato organice y ejecute, sin pagar ningún precio, una acción colectiva como la sufrida por el Estado español en la tarde del 3 de diciembre.

Lo cual implica a la oposición, que ha perdido de nuevo una ocasión de oro para mostrar su capacidad como alternativa de gobierno. La primera respuesta de su líder fue una broma de pésimo gusto: yo no sé nada de lo que ha ocurrido, se excusó, cuando lo que había ocurrido lo sabían hasta los niños de pecho, plantados en los aeropuertos. Y luego, cuando despertó de la inopia y se enteró de qué iba aquello, su principal objetivo no fue el sindicato, ante el que su gobierno hincó sus rodillas firmando el convenio de 1999, sino el gobierno actual, que recurría a medidas excepcionales para obligar a los controladores a volver a sus puestos de trabajo. Ante un atentado contra el Estado, la oposición solo vio la rentabilidad que podría obtener contra el gobierno: una invitación a los dirigentes sindicales para que persistieran en su actitud sediciosa.

Y es esta actitud la que había que atajar de manera quirúrgica. Sin duda, la manera plantea problemas, y la oposición está para discutirlos; pero el desafío era de tal magnitud que exigía aquella misma tarde una respuesta unánime que mostrara a ese sedicente y sedicioso sindicato todo el poder del Estado. Mofándose del gobierno, primero, y luego lavándose las manos, los portavoces del PP han confirmado su ineptitud para hacer frente a unos controladores que nos salen ahora con un papelito pidiendo árnica. ¿Habráse visto mayor desfachatez?.

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