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Columna
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Metales nobles

No dejamos de oír que hay que tranquilizar a los mercados, como si fuera posible desde fuera, es decir, como si los mercados no tuvieran su propia lógica interna de nerviosismo, como si no se alteraran a su antojo, o mejor, a su conveniencia. Y una, evidenciando sin duda un escasísimo talento para la economía especulativa, piensa que lo propio de la política es tranquilizar a la ciudadanía, aún a riesgo de intranquilizar a los mercados. Incluso, visto lo visto, una llega a pensar que lo que le corresponde a la política es poner a los mercados lo más nerviosos posibles, y hasta meterles algo de miedo, adoptando medidas que acaben, por ejemplo, con la opacidad-impunidad financiera, o con los paraísos fiscales que existen también en el seno de la Unión Europea (y lo que está sucediendo ahora mismo en Irlanda no es ajeno ni a lo primero ni a una variante de lo segundo); con medidas como las de gravar con un impuesto las transacciones financieras, descomunalmente desatadas. Pero estas cosas la política ya no puede, no sabe o no quiere hacerlas. Ni siquiera pensarlas, o las piensa tan poco -el impuesto sobre las operaciones financieras fue, en sentido estricto, "flor de un día"- que es peor, porque decir algo y no hacerlo es un reconocimiento de derrota.

No se habla de tranquilizar a los ciudadanos, y, sin embargo, los ciudadanos se intranquilizan mucho. Y además su intranquilidad es la única palpable, la única que está viva, porque los mercados son entes sin cuerpo, son mecánicas en la acepción más literal del término, cálculos de crudo ordenador. Los ciudadanos se intranquilizan una barbaridad cuando no les llega el sueldo, o cuando pierden su empleo o el único subsidio que les quedaba. ¿Qué porcentaje del volumen de transacciones de un solo día de las bolsas europeas representan 426 euros? ¿Qué suponen a la escala de una biografía individual? El ciudadano se intranquiliza enormemente incluso cuando no ha perdido su trabajo, incluso cuando no sigue de cerca las noticias económicas; se intranquiliza totalmente sólo de andar por la calle y ver que, ahora que cierran tantas cosas -empresas, tiendas, proyectos personales y hasta museos-, no paran de abrirse negocios que compran oro, es decir, momentos estelares de la vida de la gente -porque eso son precisamente las joyas: cumbres de afecto, de ilusión, de confianza, de memoria-, a peso.

Intranquiliza insoportablemente imaginar el procedimiento exterior y el desgarro interior de las transacciones que se producen en esos locales sin escaparates ni ventanas, completamente tapiados de papel amarillo, y comprender que su fortuna se corresponde al detalle, gramo a gramo, con el infortunio ajeno. Insoportablemente intranquiliza considerar, en fin, que esos establecimientos son metáfora ceñida, estricta, del presente del mundo: una venta tras otra, una desposesión tras otra, una pérdida tras otra de "metales" nobles de lo político, lo social, lo fielmente humano.

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