Supervivencia municipal
A los alcaldes no les salen las cuentas. Andan enloquecidos echando números para afrontar una crisis que ha dejado exhaustas las arcas municipales. La inmensa mayoría debe dinero a sus proveedores arrastrando a la ruina a muchas empresas que prestaron servicio desde la convicción generalizada de que los Ayuntamientos pagaban tarde, pero siempre pagaban. Ahora no hay plazos seguros y son pocos los que aguantan demoras tan prolongadas sin flujo de crédito que alimente la caja de resistencia. La penúltima frontera de la morosidad está en los servicios esenciales que constituyen la razón de ser de los propios Ayuntamientos y la última, en los sueldos de los funcionarios. Los primeros ya empiezan a resentirse con rebajas notables en aspectos como la limpieza viaria o el alumbrado público, mientras el cobro de las nóminas ha entrado en riesgo inminente de sufrir serios retrasos. La realidad es tremendamente tozuda y no hay que ser un sabio de las finanzas para entender que esta crisis ha reducido los ingresos por la actividad económica y ha secado aquella fuente aparentemente inagotable de recursos que era el sector inmobiliario.
Es preferible comparecer explicando claramente la situación y aplicar un plan de ajuste
Los gobiernos municipales se acostumbraron a gastar y gastar. Gastaban lo que recaudaban y, en muchos casos, lo que pensaban recaudar en años venideros desde la convicción de que estarían siempre en condiciones de afrontar sus compromisos sin mayor problema. Aunque ahora parece una herejía, hasta hace poco los alcaldes austeros que no apostaban por los macroproyectos y las inversiones ambiciosas eran vistos como unos pusilánimes. Tenían que hacer las cosas a lo grande si no querían correr el riesgo de ser tachados de mediocres y que el electorado les diera la espalda. Y se hicieron cosas, muchas cosas, algunas por desgracia casi inútiles cuando no impúdicas o ignominiosas, pero en general nuestras ciudades y pueblos han experimentado un proceso de transformación prodigioso. Adecentaron el tejido urbano, que tan maltrecho dejaron los años del desarrollismo, y dotaron a la ciudadanía de unos servicios culturales, deportivos y de atención social que hace 20 años eran inimaginables. Infraestructuras de todo tipo cuyos costes de mantenimiento resultan en las actuales circunstancias de penuria una carga difícil de mantener.
Hablo mucho con los alcaldes y su lamento es el mismo independientemente del color político. Me cuentan que van parcheando como pueden, quitan de aquí y de allí, pero casi ninguno muestra un plan rotundo que afronte el futuro de forma sostenible. Tienen miedo, miedo incluso a sus propios partidos que han de afrontar en marzo unas elecciones municipales y no quieren medidas traumáticas que puedan espantar al electorado. Craso error, el electorado ya está suficientemente espantado y rechaza más la indolencia y los paños calientes que las iniciativas realistas por duras que puedan resultar. Hasta el más ingenuo sabe que tarde o temprano hay que saldar las deudas y que los servicios públicos cuestan dinero. Si queremos mantenerlos tendrá que pagar un poco más quien más los utilice.
Ya nadie quiere que le maquillen la realidad, es preferible comparecer ante la ciudadanía explicando claramente la situación y aplicar un plan de ajuste que la afronte con decisión. Recortes drásticos en los gastos corrientes, incluidos los de personal, y en las inversiones que han de situarse en el marco de una economía de guerra. Aunque duela y desate alguna protesta, la inmensa mayoría agradecerá el compromiso con la realidad. Planes de austeridad contundentes y creíbles acompañados de iniciativas para obtener recursos extraordinarios que afronten las deudas o permitan refinanciarlas. Acciones como la venta o alquiler del patrimonio inmobiliario municipal u otras imaginativas que pongan en valor el potencial económico de los organismos y propiedades públicas. Ahora el reto de los ayuntamientos es hacer de la necesidad virtud.
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