Ocho cadáveres esperan respuesta
El celador de una residencia geriátrica de Olot confesó el asesinato de tres octogenarias en una semana. Las mató dándoles a beber lejía. Pero el caso no está cerrado: el juez ha ordenado desenterrar ocho cuerpos porque sospecha que hay más víctimas
Hace diez minutos que su abogado le espera sentado en una silla metálica en el centro de la sala. Un funcionario de prisiones abre la puerta y entra Joan Vila Dilmé a la pecera. Va vestido de calle, con chándal. Sonríe al letrado y se sienta en el banco metálico que hay al lado. El letrado, Carles Monguilod, intenta mover la silla para estar un poco más cerca de su cliente. No puede. Está atornillada al suelo. Se ven en el módulo psiquiátrico de la cárcel de Brians, en Barcelona. Joan Vila vive allí desde el 23 de octubre, después de confesar que asesinó en la misma semana a tres ancianas octogenarias en el geriátrico de Olot, donde prestaba sus servicios como celador. Él las cuidaba hasta que decidió matarlas dándoles a beber lejía. Ocho cadáveres más se han desenterrado para comprobar la causa de su muerte. El juez teme que Vila haya cometido otros asesinatos.
En los cinco años de Joan Vila en La Caritat han muerto 59 ancianos. En su turno, fines de semana y festivos, 27
Al juez le cuesta admitir la causalidad de que "los fallecimientos se concentren en el fin de semana"
-¿Cómo están mis padres?
Vila pregunta en un catalán cerrado, típico del interior. No mira directamente a los ojos. De vez en cuando levanta la cabeza, pero la agacha de nuevo, con movimientos suaves, amanerados.
-¿Cuándo podré volver a casa con ellos?
En la pecera están solos, pero los graban decenas de cámaras. Tras los cristales, funcionarios de prisiones siguen la visita sin oír lo que dicen. Su abogado no está asustado, pero agradece saberse vigilado. Vila es un asesino confeso de tres personas y hay indicios de que puede haber acabado con la vida de más ancianos en los cinco años que trabajó en la residencia de Olot. Anteriormente había sido celador de un centro geriátrico en un municipio del interior de Girona. En La Caritat cambiaba pañales, daba de comer a los cerca de 70 ancianos, pintaba las uñas a las mujeres, los lavaba, los peinaba...
Todo seguía su curso normal hasta la mañana del lunes 18 de octubre, cuando los Mossos d'Esquadra se presentan en la residencia. Paquita Gironès, una anciana octogenaria, acababa de morir de madrugada en el hospital de Olot, al que había llegado trasladada desde la residencia. Los médicos habían descubierto que estaba abrasada por dentro: la lengua, el esófago, la laringe, la boca... Una muerte muy dolorosa e imposible de explicarse como un suicidio. Ella no habría podido infligírsela porque apenas se podía mover. Los agentes interrogan a la coordinadora del centro y a la administrativa. Y solicitan ver el contenido de las 28 cámaras de seguridad que tiene la residencia.
En la pantalla aparece Joan Vila llevando a Paquita Gironès a su habitación a las 19.20. Más de una hora después, Vila sale del dormitorio y se cruza con una mujer con un andador. Va al lavabo, y de allí, a la sala de limpieza. Cierra la puerta. La vuelve a abrir y entra de nuevo en la habitación de Paquita Gironès. Sale, pasa por el lavabo y se marcha por las escaleras. Poco después, una auxiliar camina en dirección a las escaleras por las que se ha ido Vila y reaparece con él, corriendo hacia la habitación de Paquita Gironès. Media hora después llegan dos enfermeros del Servicio de Emergencias, que se llevan a Paquita al hospital.
Los Mossos toman declaración a todos los que trabajaron aquel día: gerocultoras, enfermeras y el protagonista del vídeo y auxiliar de geriatría Joan Vila. Este acaba el interrogatorio diciendo que es el responsable de haberle hecho ingerir un producto de limpieza a la señora Paquita Gironès Quintana con una jeringuilla que después tiró en un contenedor de un lavabo. Acto seguido lo detienen, le leen sus derechos y le proporcionan un abogado de oficio.
Vila se pasa tres días en los calabozos de la comisaría de Olot. El 21 de octubre por la mañana está sentado en una esquina del banco de piedra (no comparte celda con nadie más) cuando un mosso abre la puerta. Joan levanta la mirada y ve a un hombre trajeado, con gafas de pasta de color rojo, similares a las suyas. Manteniendo una distancia prudencial, le comunica que es el abogado que ha contratado su familia. Vila se echa a llorar: "No quiero decir más mentiras". El juez le espera para tomarle declaración.
En la habitación, el magistrado Leandro Blanco y el fiscal Enrique Barata están sentados detrás de la mesa. Joan Vila toma asiento al otro lado, junto a su letrado. Mirándolos a los tres, un poco más alejado, el forense. Y tras todos ellos, la secretaria, que toma nota de lo que se dice, y varios mossos d'esquadra vestidos de paisano.
Vila, ya sin las esposas, les explica que tiene 45 años y desde hace cinco años trabaja en la residencia La Caritat de Olot. Antes ha hecho un poco de todo. Después de sufrir la mili en Madrid, regresó a su pueblo, Castellfollit de la Roca. Es un municipio pequeño, de 1.000 habitantes, donde todos se conocen, con algunas casas al borde de un acantilado. Allí viven desde siempre sus padres, Encarnación y Ramón. Ahora están jubilados, pero antes trabajaban en una fábrica, que era la que empleaba a la mayor parte del pueblo. Pero esa fábrica ya cerró. Vila vive con ellos.
Él siempre quiso ser peluquero. Estuvo haciendo trabajillos en peluquerías del pueblo, y a final se lanzó y montó su propio negocio con 20 años: Tons Cabell-Moda. Lo hizo junto a un socio, en Figueres, que es una ciudad más grande, en el norte de la provincia. Está cerca del mar y tiene tirón turístico.
Pero el negocio no salió bien y duró poco. Algunos en el pueblo hablan de estafa. Entonces empezaron los cambios constantes de trabajo, la inseguridad y la tristeza en Vila. No tenía ganas de salir, ni ilusión por nada. Volvió a trabajar otra vez en una peluquería, pero la cosa no acabó de funcionar.
Decide dejarlo y salta de un trabajo a otro, algunos de noche. También surge su interés por los cursos y estudia cosas variopintas, como quiromasaje. Incluso se interesa por la cocina, ingresa en una escuela y logra un empleo en la cocina del casino de Perelada, un sitio muy prestigioso, plagado de gente con posibles que derrocha el dinero. Él tampoco es demasiado ahorrador.
La situación le preocupa porque se ha plantado casi en los 30 años y no tiene un trabajo que le guste. Durante varios años sigue saltando de una empresa a otra, siempre en puestos pocos cualificados. Los veranos, con el aluvión de turistas, aprovecha que tiene un pisito en Empuriabrava y gana dinero en restaurantes. Nada definitivo, hasta que en 2005 empieza a cuidar ancianos. Primero en una residencia no muy grande, en Banyoles, un pueblo que está cerca de la casa de sus padres. Se pasa ocho meses allí y lo deja en diciembre de 2005 para empezar en La Caritat de Olot.
En su declaración ante el juez, el fiscal, su abogado y la propia policía cuenta que siempre ha tratado con estima a los ancianos, que le gusta el trabajo, pero que la última semana (11 al 17 de octubre) no ha estado del todo bien. Que se la ha pasado bebiendo vino con Coca-Cola, lo que se conoce como calimocho, y también cava. Además, se toma elontil, duvopal, patoplazol, somial y depazapan para tratarse un trastorno obsesivo compulsivo con brotes depresivos. Algunos medicamentos son para dormir por la noche. Otros, para mejorarle el estado de ánimo. Les dice que la mezcla le dio una cierta euforia esa semana. Se sentía pletórico. Y con esa sensación mató a las tres ancianas.
Vila confiesa a la policía dos asesinatos. Ante el juez da todos los detalles y añade el tercero. Explica que el martes 12 de octubre salió a fumarse un cigarrillo antes de cenar. Al volver vio que Sabina Masllorens había vomitado en la salita y hacía gestos como si se ahogase. En esos momentos dice que sintió la necesidad de darle bienestar porque le costaba tragar y tenía la laringe paralizada. La cogió y la llevó en silla de ruedas a su habitación. La puso en la cama y se fue a buscar un vaso de lejía. Se lo dio. Ella tosió, vomitó un poco de sangre y murió. La enfermera pensó que era una hemorragia interna. Él se calló y no dijo que acababa de matarla abrasándola por dentro con productos tóxicos.
Cuatro días después, cuando estaba dando de comer a otra anciana, Montserrat Guillamet, vio que la mujer no podía tragar. Que tenía el cuerpo agarrotado. La subió a su habitación y antes de darle de beber un producto de limpieza, no recuerda exactamente cuál, le dijo: "Verás que te vas a encontrar bien". Montserrat empezó a toser mucho y angustiarse. Él se fue a repartir cenas y dejó que subiese la enfermera y no volvió a verla. Al día siguiente hizo lo mismo con Paquita Gironès. La llevó a su habitación, la acostó y la obligó a beber lejía, o un producto similar tóxico, a través de una jeringuilla que le causó una muerte larga y dolorosa.
Tras el relato, el juez ordena su ingreso en prisión. Nadie se opone a la medida. Ni el propio Joan, que pide que le pongan en tratamiento psicológico. Primero ingresa en la cárcel de Figueres, pero al día siguiente le trasladan a un módulo con una unidad psiquiátrica en la cárcel barcelonesa de Brians.
Su abogado le visita una semana después porque se ha pasado unos días en la unidad de agudos. Cuando le va a ver todavía no sabe que el juez, unos días después, ordenará desenterrar ocho cadáveres más. Su auto dice que tras analizar las historias clínicas de los ancianos que han muerto en La Caritat el año pasado, el médico forense considera que ocho "no pueden explicarse como muerte natural, dados los motivos del fallecimiento aducidos de cada uno de ellos y la forma rápida del desenlace". El letrado de la residencia, Joan Cañada, matiza que "algunas de las muertes no guardan relación directa con las dolencias", un supuesto habitual en el 80% de los decesos, según sus palabras.
En los cinco años en los que Joan Vila ha trabajado en La Caritat han muerto 59 personas. En su turno, los fines de semana y festivos, han fallecido 27. El año pasado murieron 15 personas, 12 de ellas cuando él trabajaba. En 2009, de la docena de ancianos que fallecieron, cinco lo hicieron en los turnos de Vila. Al juez le cuesta "admitir la casualidad de que los fallecimientos se concentraran durante los fines de semana".
Joan Vila asesinaba a sabiendas de que en su horario (fines de semana y festivos) no había médico, y que por la noche tampoco había enfermera (a Sabina Masllorens la envenenó al atardecer del día del Pilar). Por eso actuaba a la hora de acostarlos. Cuando empezaban a agonizar, llamaba a la enfermera, que, a su vez, llamaba a la médica para que les diese instrucciones. De esa forma, Joan Vila podía "llevar la voz cantante" y "realizar sus actos con total impunidad y disponiendo de tiempo suficiente para garantizar la muerte de la víctima sin ninguna asistencia con cualificación médica", afirman los atestados policiales.
Pero en uno de los casos, los hechos no fueron como Vila había previsto. Las compañeras de Vila recuerdan que cuando Paquita Gironès empezó a sentirse mal, el celador intentó evitar en varias ocasiones que llamasen a una ambulancia. Esas mismas compañeras declararon que Paquita Gironès y Joan Vila se odiaban. La anciana le llamaba "marica" y "mal nacido" e incluso una vez le acusó de haberla "pinchado" en la cara. Él lo negó. La anciana manifestó que Vila la quería matar. Cuando todo acabó, encontraron a Vila lamentándose por los pasillos: "Jo, otro. Qué mala suerte, siempre se me mueren a mí. Desde hace unos cuantos fines de semana se me mueren a mí".
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