Zarandeados pero invictos
Estamos de enhorabuena o más vale tarde que nunca: anteayer, la Matute; ayer, La Zaranda. Premiados una y otros por monstruos y por maestros. Por clásicos, en una palabra. "Teatro Inestable de Andalucía la Baja", se autoproclaman los zaranderos. No conozco una inestabilidad más empecinada: desde 1978 lleva girando su carrusel. Fluctuat nec mergitur podría ser su lema, porque esta gente sabe latín.
Escuchen las santas palabras de su dramaturgazo, Eusebio Calonge, ese primo hermano de Alejandro Sawa, como dice Rosana Torres: "Yo creo que lo que le falta al artista de estos tiempos es preguntarse por el verdadero sentido de la vida. El teatro es una herramienta que tiene Dios para comunicarse con el hombre, y digo 'Dios' sin ningún complejo".
Frente al ruido, ellos siguen con su eterna canción, entre réquiem y charanga
¿Complejos, los de La Zaranda? Ni medio. Tienen complejidad, que no es lo mismo. A espuertas. Y espiritualidad, a cántaros. Su teatro busca la trascendencia, lo sagrado, a lomos de la fe alegre de Spinoza, la fe "de los que aún sienten la nostalgia del paraíso frente a la risa desdentada del tiempo". Otro lema posible: "Más se perdió en Cuba y volvían cantando". O este, made in San Juan de la Cruz: "¡Qué bien sé yo la fuente que mana y corre, aunque es de noche".
Bajo las ramas de su árbol genealógico se dan la mano el Piyayo y don Pepe Isbert mientras Shakespeare y Kantor pajarean en la copa a los sones de un pasodoble crepitante de pizarra. Sus criaturas tienen los pantalones manchados de vino y los zapatos llenos de tierra y un sombrero roto en la cabeza, para que puedan volar las ideas. Su carretera es La Strada, y el camino desolado de El viaje a ninguna parte, y aquella autopista de El leñador y la muerte, de Berlanga, donde el organillero sin manubrio buscaba en vano un árbol para ahorcarse.
La Zaranda no deconstruye, no usa pantallitas de vídeo ni tiene a DJ's en escena. Lo suyo es teatro independiente en el más humilde y enorme sentido de la palabra, autos sacramentales camuflados de entradas de clown; teatro en blanco y negro, con fulguraciones de sepia y anilina, deslumbrante a la fuerza en un mundo de chillones oropeles televisivos. Frente al ruido, ellos siguen tocando su eterna canción, mitad réquiem mitad charanga para acordeón, trompa oxidada y ukelele. Y solo paran de tocar para dar voz al silencio, porque en el fondo del silencio late el crujido de un tiovivo parado en seco, cerrado por defunción de los caballos: ese es el grito mudo que desovillan, como una madeja de alambre de espino entre las manos.
En cualquier festival, La Zaranda es lo más auténticamente moderno del programa: por furioso, por ritual, por respetuoso a las más puras esencias, a los Padres y Maestros Mágicos, a los Fundadores y los Grandes Oficiantes, como cuando no se atrevían a pisar el escenario del Español porque la tarde anterior había estado expuesto el cuerpo de Fernán-Gómez y allí seguía su sombra. Los de La Zaranda (Francisco Sánchez, Gaspar Campuzano y Enrique Bustos) también son muertos vivos, pero a la manera de la rumba de Peret: alguien, en un momento tonto, les dio por muertos, cuando resulta que andaban por Jerez, por Brest o por Cuernavaca tomando cañas y haciendo gran teatro; falsos muertos pataleantes que se resisten y se resistirán a ser enterrados por la recontramodernidad de la Gris Brigada Apagafuegos (que entre miércoles y jueves, lo dicho, perdió por cuatro a cero).
Babelia
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