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Columna
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Valle de sombras

La basílica, búnker, del Valle de los Caídos, figuró, no sé si lo sigue haciendo, en el libro Guinness de los excesos como el mausoleo contemporáneo más grande edificado en vida por su futuro residente, una prueba abrumadora de la megalomanía del pequeño dictador de El Pardo excavada en la roca de Cuelgamuros, a prueba de seísmos y cataclismos, en las proximidades del ciclópeo mausoleo real de El Escorial, primera estación de un faraónico Valle de los Reyes imaginado por un generalito ávido de superlativos y ungido por una jerarquía eclesiástica nacional-católica que le paseaba bajo palio como al Santísimo (otro superlativo) en las grandes ceremonias religiosas. Cuenta una de las múltiples y negras leyendas que acompañan a su fundación que el Generalísimo había pensado en edificar una pirámide, pero que cambió de opinión asesorado por sus consejeros áulicos: la pirámide era un referente pagano y aún no estaban de moda los parques temáticos.

De Franco fue la idea de representar a las virtudes cardinales con figuras masculinas

Recuerdo, aún con cierto estremecimiento, mi primera y última visita a tan tenebroso establecimiento, aún en vida de su fundador, conducido en filas, más o menos prietas y marciales, por los curas del colegio que nos conminaban al recogimiento bajo las gélidas bóvedas de la cripta desplegando todo su repertorio de pedagógicos capones, educativas collejas y santificados bofetones. Por sus proporciones colosales y sus ominosas decoraciones, el espacio, más que al recogimiento, incitaba al encogimiento; allí dentro te sentías empequeñecido y sobrecogido. La salmodia del guía basilical contribuía a reafirmar esa condición, abundaban las cifras, los metros cuadrados excavados, las alturas y los volúmenes.

Entre los datos recitados por el adusto cicerone, a mis compañeros y a mí nos impresionó especialmente conocer el tamaño y el peso del dedo meñique de San Juan Evangelista; pensábamos que si aquel pedrusco cayera sobre nuestras cabezas iríamos derechitos al Purgatorio, que debía de caer por las proximidades. Aunque sin plena conciencia de ello, intuíamos los colegiales que aquel Valle de los Muertos estaba más cerca del infierno que del paraíso. Aún no se habían puesto de moda las películas de zombis, pero más de uno de los nuestros sintió en el cogote el batir de alas del vampiro, segundos antes de recibir la correspondiente colleja de uno de los enlutados vicarios de Cristo que conducían el rebaño. Bajo las bóvedas, nuestras risas sonaban espectrales con un punto de histerismo y a plena luz nos entraba el mareo cuando elevábamos la vista a las alturas de la vertiginosa cruz que diseccionaba el agreste paisaje.

Años después, forzado a acompañar a un familiar empeñado en visitar el recinto, decidí quedarme a las puertas de la cueva, de la sagrada caverna que albergaba ya los restos del ogro. Ya sabía, y recordé in situ, que el muertísimo había intervenido decisivamente en aquella edificante arquitectura, asesorando con su criterio sapientísimo al escultor Juan de Ávalos, antiguo militante socialista, pero pintiparado para ejecutar obras colosales. De Franco fue la idea de representar a las virtudes cardinales que sustentan la base de la cruz con figuras masculinas, pues en su opinión, la fortaleza, la justicia, la prudencia y la templanza no eran virtudes femeninas, sino varoniles; las cariátides se hicieron atlantes, tan varoniles como los cuatro recios evangelistas que se sientan a sus pies. Aquí el dictador sugirió al artista que rejuveneciera la figura de San Juan, el discípulo predilecto, para representarle en la flor de la edad, mucho antes de que se dejara la vista y la salud escribiendo sus memorias evangélicas.

Treinta y cinco años después del superlativo óbito se alzan voces que piden la demolición del mausoleo que conserva su momia excelentísima, comenzando por la apabullante cruz que crucifica el valle. No están los tiempos para derrochar en costosísimas, aunque justificables, demoliciones y soterramientos, pero tal vez haya que convocar un concurso de ideas para cambiar su uso. Algo así hicimos algunos amigos y yo unos días después del deceso del dictador y concluimos en proponer una macrodiscoteca bajo el reclamo de una gran flecha de neón rosa del pináculo a la base de la cruz monumental, a ser posible intermitente para hacer un guiño a los viajeros. Frivolidades propias de nuestra temprana edad, aunque sigo pensando que la basílica podría albergar magníficas macrofiestas de Halloween, rodajes de películas gore y, por qué no, un parque temático y jurásico del franquismo. Eso sí, yo antes limpiaría el lugar con un megaexorcismo para sacarle los demonios de dentro.

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