Los nacionalismos en España
Los movimientos nacionalistas empiezan en España en el siglo XIX aunque algunos de los llamados de sociedad cerrada intentan enriquecer el pedigree con invenciones ideales que incluso se extienden hasta el siglo XVII.
Podemos hablar de un modelo nacionalista español y de otro, el de las regiones o naciones que carecían y carecen de Estado en nuestro país.
Es el primero el Estado Nación, de raíz ilustrada a principios del siglo XIX, con la idea de soberanía identificada con la nueva nación española, superando al soberano absoluto de la Monarquía. Es la idea de nación con la participación de los ciudadanos, la formación de la comunidad indivisa y centralizada inspirada por el liberalismo y por el romanticismo social.
La soberanía reside en la nación española; las restantes naciones culturales derivan sus derechos de la Constitución
No toda nación debe ser un Estado; solo las naciones soberanas, y no todas lo son
Los liberales en la Constitución de 1812 legislaban desde el poder constituyente de la nación soberana, y con el objetivo de garantizar la independencia de España y de sus ciudadanos desde una unidad no discutida. Conformará la conciencia histórica de los españoles, una conciencia unitaria y nacional, durante muchas generaciones. La soberanía nacional, de participación popular, rescatará en ese momento al nacionalismo de sus tentaciones de sociedad cerrada. En España el nacionalismo era patriotismo nacional y la nación era soberana en sustitución de la Monarquía absoluta a partir de 1812.
El segundo modelo es el del nacionalismo de las regiones o de las naciones sin Estado, en evoluciones que se asemejan a la española que acabamos de identificar. Supone un sentimiento de identificaciones con las comunidades en que han nacido hasta extremos radicales, ignorando otras realidades y rechazando cualquier comunicación con su entorno. Este planteamiento va unido al llamado principio de las nacionalidades de acuerdo con el cual cada pueblo o nación tiene derecho a ejercer el poder soberano sobre el territorio en el que habita, creándose un derecho colectivo que no es del individuo, sino del ente colectivo nacional, en virtud del cual cada identidad cultural tiene derecho a convertirse en Estado independiente.
Los defensores de esas naciones vinculaban sus particularidades culturales y su lengua propia con la necesidad de un Estado propio. Son decisiones naturales de la raza humana que reciben de Dios su carácter propio y diferente y que su mejor organización estable se consigue cuando forman su propio Estado.
De estas posiciones surgirán los derechos de las naciones a concretarse en Estado independiente, el derecho a la autodeterminación. Así se pasará de la autodeterminación individual, expresión de la dignidad de cada individuo y raíz de los derechos del hombre y del ciudadano, no
ción fundamental del discurso moral y político liberal, a la idea de autodeterminación nacional que supone la difuminación de los derechos individuales, aplastados por ese derecho colectivo que no tiene en cuenta a los miembros de esa entidad. Es un planteamiento enfrentado a las raíces individuales del contractualismo. Se desconocen los derechos individuales y fundan los derechos colectivos como derechos de la comunidad nacional, sin un anclaje último en el individuo.
Si Nación y Estado no están necesariamente vinculados, no toda nación debe ser un Estado, solo las naciones soberanas, y no todas lo son. Así se quiebra el principio de las nacionalidades y el principal fundamento de la nación unida al derecho colectivo a ser un Estado independiente.
Los nacionalismos españoles de sociedad cerrada se han dividido con la Constitución de 1978, entre la aceptación, la abstención y el rechazo. La mayoría de los catalanes se situaron en la primera opción, los vascos del tronco común del PNV en la segunda y los sectores más radicales vinculados con el terrorismo de ETA, en la tercera. La Constitución abordó el tema desde unas premisas muy integradoras, con el reconocimiento, en el artículo segundo del hecho nacional cultural de comunidades como Cataluña, el País Vasco o Galicia, a través de la mención expresa del derecho a la autonomía de nacionalidades y regiones. Desde mi punto de vista se trataba de situar a España como nación de naciones y de regiones. La soberanía reside en la nación española, en el pueblo español (artículo 1-2 de la Carta Magna) y las restantes naciones, solo culturales, derivan sus derechos de la propia Constitución. La nación española era el poder constituyente, y, por consiguiente, previo a la Constitución. Las otras naciones llamadas nacionalidades se reconocían jurídicamente en la Constitución. Culturalmente, tenían también una existencia anterior, pero su reconocimiento jurídico se produce con la Constitución, desde su entrada en vigor.
Dichos sectores nacionalistas reivindican competencias para diferenciarse de las comunidades de origen regional y con tal objetivo hablan de constitucionalismo asimétrico. Este concepto tiene dos acepciones posibles: una que recoge esta ideología negadora de la igualdad entre las comunidades autónomas, y que sitúa a la asimetría en una diferencia entre las competencias; la segunda plenamente acorde con la Constitución, identifica la asimetría con el hecho diferencial, y la concreta en las dimensiones lingüísticas y culturales, en el Derecho propio y en los privilegios fiscales, constitucionalmente reconocidos cuando existen.
Los partidarios de modificar el modelo igualitario persisten en su pretensión y utilizan varios caminos para alcanzarla: desde la reforma de los Estatutos, incluyendo competencias excesivas o unas exclusivas relaciones bilaterales entre el Estado y cada Comunidad que rompe el esquema del federalismo funcional hasta la idea del Estado plurinacional, que supone que España es un Estado formado por varias naciones, sin que ninguna de ellas sea la nación soberana y teniendo cada una las mismas obligaciones y derechos.
Solo desde un delirante autismo ciego ante la realidad, conjunto de sofismas y de ensoñaciones se puede elaborar un espejismo tan engañador e imposible.
Son un esfuerzo inútil los proyectos nacionalistas radicales que pretenden establecer Estados independientes en partes de nuestro territorio. La unidad tan vieja como la modernidad empieza en el siglo XV y la Constitución de 1978, establece que España es el poder constituyente y la única nación soberana.
Gregorio Peces-Barba Martínez es catedrático de Filosofía del Derecho de la Universidad Carlos III de Madrid.
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