Una familia destrozada en una sala de cirugía
Cuando Antonio Meño padre y Juana Ortega se hicieron novios vivían en una chabola del Pozo del Tío Raimundo. Quizás por eso tuvieron fuerzas para pasar 522 días en su caseta de la plaza de Jacinto Benavente.
Los dos llegaron en los años cincuenta a Madrid, emigrantes de Jaén, ella, y de Ciudad Real, él. En los sesenta salieron a trabajar a Francia. Volvieron. Formaron una familia, ahorraron 1.200.000 pesetas y se compraron una casa de 80 metros cuadrados en Móstoles. Allí vivieron con sus cuatro hijos hasta el 3 de julio de 1989. Ese día dejaron de vivir, o comenzaron una cosa muy distinta a lo que cualquiera entienda por ello.
Su hijo Antonio, con 21 años, una carrera de Derecho empezada y un Renault-19 Turbo en el garaje, quedó hecho jirones en un quirófano: el cerebro muerto, el cuerpo atrofiado.
En cinco años Juana y Antonio habían tenido que cerrar sus dos fruterías. Se pusieron a ayudar en la panadería de su hijo Juan Carlos. Ahora están jubilados. Su tiempo se ha escurrido desde 1989 en cuidar y defender a un hijo en coma, el recuerdo presente de una tragedia que se comió a una familia día a día.
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