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Columna
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La muerte tiene un precio

Vicente Molina Foix

El dolor que la muerte produce a los vivos también está sometido al tráfico de dinero y al abuso, y esa es la noticia más luctuosa de estos días recién pasados, propicios como ningún otro para recordar y tal vez llevar unas flores a quienes faltan de nuestro lado.

El lunes 1, no pudiendo ir al cementerio de la Almudena como era mi intención, por culpa de un pequeño accidente que limita mis movimientos, me dediqué a ver por televisión lo que daban sobre la fiesta de Todos los Santos. La primera comprobación de que no todo es santo ese día me vino a través de un extenso y bien hecho reportaje en el informativo vespertino de la Cuatro, con las declaraciones destacadas de un sepulturero casi tan filosófico como el Gravedigger de Hamlet (pienso que lo que acabo de decir es redundante: ¿acaso no hay que ser muy filósofo para tener un trato constante con cadáveres y cuidar los despojos de nuestros semejantes?). El sepulturero de la Cuatro no hacía retruécanos como el de Shakespeare, pero era igual de contundente: "Ya no vienen tantos como antes", dijo a las cámaras, y no se refería a los que vienen a quedarse eternamente en el camposanto, sino a los que vienen de visita pesarosa o de cumplido. La gente cumple menos, por lo visto, con el ritual de acompañar un rato de un día al año a los allegados que ya no están en vida.

Todo lo que deseo para mi propio entierro es no ser enterrado vivo, dijo lord Chesterfield
Algunos venden sus 'parcelas' fúnebres, se supone que desahuciando a sus propios difuntos

Sin duda eso se debe en parte al aumento de las cremaciones; muchas personas (un 30% del total de fallecidos, según Cuatro) la prefieren al enterramiento, y su preferencia no está, o no está solo basada, me parece, en la economía. El precio medio de una cremación es unos 500 euros más barato que el del entierro, que hoy está en torno a los 2.500, pero hay evidentemente razones sentimentales y ecológicas en esa decisión tomada por quien sabe que va a morir o por los familiares al producirse una inesperada muerte; para unos, es una forma de no dejar huella ni espacio, siquiera simbólico, en la tierra, para otros la drástica voluntad de disiparse en la estratosfera o ir a caer al fondo del mar y allí, entre las algas y las espinas, fundirse con la naturaleza del agua.

Todo lo que deseo para mi propio entierro es no ser enterrado vivo, dijo en su siglo XVIII lord Chesterfield, expresando un temor recóndito que Edgar Allan Poe recogió turbadoramente un siglo después en alguno de sus relatos y ahora aparece en la reciente e interesante película de Rodrigo Cortés Buried, que sigue en cartel en los cines Princesa, donde yo la vi, y en otras pantallas de la ciudad y sus alrededores. Ni el noble wit británico Chesterfield ni el conductor norteamericano de camiones caído, tras una emboscada en tierras de Irak, en ese cajón de madera donde nos angustia durante hora y media, le dan importancia al modo de ir vestido a la última cita que los seres humanos apalabran, casi siempre sin querer, con la muerte. Me impresionó, así, saber a través de ese reportaje de Cuatro que la creciente industria parafuneral (mil millones de euros cambian de mano cada año) está lanzando catálogos de ropa chic para aquellos que van a ser incinerados; el tejido arde sin resistencia, los botones son de madera, y las cenizas mezcladas del cuerpo y la vestimenta van a parar, otra novedad, a unas urnas biodegradables hechas de arena y proteínas naturales. El lado sostenible del tránsito final.

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Y estas mismas páginas se han ocupado hace poco del grupo ASV de Servicios Funerarios, creado para proporcionar a sus clientes (vivos) la posibilidad de tener escrita la biografía de un ser querido muerto, glosado y rememorado en una publicación como las de verdad, bien encuadernada y adornada de fotos y mementos. La justicia poética en el más allá de las editoriales y los suplementos literarios.

Lo más macabro, sin embargo, de todo este comercio lo supe el martes 2, el antiguamente llamado Día de los Difuntos, gracias al noticiero de Pedro Piqueras en Telecinco, donde se informaba con todo detalle de las iniciativas que al menos en Madrid algunos desaprensivos están tomando para vender sus parcelas fúnebres, se supone que desahuciando antes los restos de sus propios difuntos. El programa filmaba con cámara oculta (aunque borrando el rostro de los negociantes) una oferta ante la puerta principal del cementerio de la Almudena, y como la ley, naturalmente, no permite esta siniestra compraventa, los propietarios de columbarios, tumbas y panteones lo disfrazan de cesión amistosa, después de recibir en metálico el precio acordado. El nicho mediano estaba en el mercado a 18.000 euros.

Hay tanto dinero negro en juego que ya se ha llegado a la fase del blanqueo de sepulcros.

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