El pintor de batallas
En una entrevista reciente, Arturo Pérez-Reverte confesaba algo que no sorprenderá a sus lectores: "Todas mis novelas, aunque sean muy distintas entre sí, responden a un objetivo personal, a experiencias personales: a viajes, peripecias, trabajos, ilusiones, decepciones, a lo que amé, a lo que odié. Todas mis novelas son ajustes de cuentas con mi propia vida".
No es, en efecto, difícil reconocer a Pérez-Reverte en la mayoría de sus novelas, especialmente en los derrotados, en los Alatristes de ayer y de hoy. O en el capitán corsario de El asedio, Pepe Lobo, que ni siquiera encuentra el privilegio -y el descanso- de morir, aunque sabe que, en realidad, ya está muerto.
En El pintor de batallas (2006), una historia ambientada en nuestro tiempo, el de finales del siglo XX y comienzos del XXI, se ha mostrado todavía con mayor transparencia. "Es la primera vez", ha reconocido, "que hablo de mí mismo sin disfrazar. He contado de verdad la rueda de mi vida, de mi mundo, de mi mirada, sin concesiones, de una manera absolutamente dura conmigo mismo".
Es la primera novela en la que el autor habla de sí mismo sin disfrazar
Esta novela, pariente cercana de Territorio comanche, es, en mi opinión, el libro más descorazonador, más duro y más triste de Pérez-Reverte. Y también seguramente el más lúcido, además del más ambicioso, intelectual y literariamente. En él no se deja ni un resquicio a la esperanza, a una visión amable y compasiva del mundo, del mundo poblado por nosotros, los humanos, que con frecuencia son caracterizados en sus páginas con frases como: "Cuando el desastre devuelve al hombre al caos del que procede, todo ese civilizado barniz salta en pedazos, y otra vez es lo que era, lo que siempre ha sido: un riguroso hijo de puta". El único consuelo -doloroso y mezquino consuelo- es "el alivio de saber, cuando todo arde, que no hay gente querida quemándose en las ruinas del mundo". Claro que a ese consuelo solo acceden unos pocos; no, por ejemplo, esas mujeres vestidas de luto que se mencionan en algún momento, arrodilladas ante míseros féretros que contienen los cuerpos -los restos, mejor dicho- de sus hijos o maridos, canturreando, como si fuese una oración, una de las frases más tristes que yo recuerdo: "Es oscura la casa donde ahora vives".
La historia se centra en un antiguo fotógrafo de guerra, Faulques, laureado con numerosos premios, que se retira a una destartalada torre al borde del mar para componer "un panorama mural que desplegase, ante los ojos de un observador atento, las reglas implacables que sostienen la guerra -[el caos aparente]- como espejo de la vida". Faulques, al que la muerte acecha a través de un croata, Ivo Markovic, a quien un día lejano fotografió, ha llegado al convencimiento de que existe una "red oculta que atrapaba el mundo y sus acontecimientos, donde nada de cuanto ocurría era inocente y sin consecuencias". Y quiere saber "si hay una base científica para toda esa carne racional tendida al sol, en espera de que la despachen. Unas leyes ocultas en la vida o en el mundo".
En su búsqueda de las leyes que rigen todo aquello que sucede, la ciencia -la ciencia de los sistemas caóticos- se convierte en uno de los pivotes sobre los que se asienta la novela. Y también la pintura; al fin y al cabo, lo que Faulques ambiciona es plasmar en un gran mural, que exprese todos los horrores de la guerra, la oculta clave científica del mundo. Mostrando unos notables conocimientos de la historia y la técnica pictórica, Pérez-Reverte supera con éxito la difícil prueba que es engranar las numerosas reflexiones artísticas de Faulques en la lógica interna de la novela, haciendo que el lector sienta que ahí radica, efectivamente, un elemento fundamental de esta intrigante y desesperanzadora historia.
Desesperanzadora historia es esta, sí. "Creo", dice en un momento Markovic, "que lo peor es la esperanza. Confías en que sea un error, que pase pronto. Te dicen que no puede durar. Pero el tiempo pasa, y dura". Y mucho peor, más desesperadamente desesperanzadora es cuando se encuentra una razón para semejante desesperanza, como finalmente cree haber hallado Faulques. Entonces ya no le queda ni siquiera la esperanza de no saber, el consuelo de la incertidumbre.
Y así, mientras pasamos las páginas y llegamos al final de la historia, se va haciendo cada vez más presente la mirada de su autor, de Arturo Pérez-Reverte; sus ojos, que tanto dolor han visto, tanto que parece que quieren escaparse, abandonar sus órbitas, no ver ya nada más. No ser los imprescindibles aliados de un novelista que se ha distinguido -sin renunciar por ello al objetivo de entretenernos, de contar historias- por mostrar en sus obras la sempiterna y cruel batalla de la vida. La batalla de todos y de todos los días.
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