El relato catalán
Hay políticos catalanes que solo saben mirarse el ombligo. Pasan por alto que Cataluña ha cambiado de modo vertiginoso, que lleva años abierta al mundo, que ha absorbido de forma irreversible a gente de otros países
Qué es ser catalán? Hace unos meses, una pregunta como esta -¿qué es ser francés?- metió al Gobierno de Nicolás Sarkozy en un berenjenal. A la hora de definir el genio de los pueblos cada persona tiene su idea, cada uno, según su cultura y su experiencia, reduce ese genio a tres o cuatro tópicos, y al final resulta que ser catalán, o francés o mexicano es, como diría Borges, un acto de fe.
Yo esta pregunta la respondería desde mi punto de vista: soy hijo de una familia barcelonesa que emigró a Veracruz, México, donde ser catalán consistía en sumar un ramillete de variables tales como llamarme Jordi, oír a Joan Manuel Serrat, seguir los resultados del Barça en el periódico, cantar el Sol solet y el Cargol treu banya, comer butifarras, beber un horrible vino importado del Penedès y hablar catalán, una lengua que, en aquella selva mexicana donde nací, nos dotaba de un lustre exótico.
¿Qué es un país? Una lengua, una docena de afectos, unos cuantos paisajes, sabores y olores
El independentismo es una industria; hay quien puja por la independencia y quien coquetea con ella
Ser catalán en Veracruz era precisamente eso: ser un niño exótico que estaba obligado a explicar, con una frecuencia desesperante, la rara filiación de su exotismo.
Como mi familia había sido expulsada de España al perder la Guerra Civil, y no podía regresar hasta que muriera el dictador que los había echado, toda la Cataluña que teníamos era ese ramillete de variables, éramos de un país que en aquella selva tenía mucho de imaginario y, como todo esto a mí me sucedía en los años setenta, mucho antes de las Olimpiadas de Barcelona y de los rotundos éxitos del Barça que han puesto a Cataluña en el mapa mundial, había que explicar todo el tiempo qué demonios era eso de ser catalán.
Pasé mi infancia y mi juventud explicando que los catalanes veníamos de España, y no de Croacia ni de Bielorrusia, y aclarando que eso que hablábamos era una lengua, y no la manifestación de una patología del habla, y que Jordi era el equivalente catalán de Jorge, y no un diminutivo, ni un apodo ni tampoco, como más de alguno aseguraba, un nombre de chica o de travesti.
Jordi es un nombre que en México se pronuncia con J de Jorge cuando se lee, o que empieza con LL o con Y cuando otro que no se llame Jordi lo escribe. También la otra punta del nombre tiene sus complicaciones: puede ser Jordie o Jordy. De las cartas que voy recibiendo, de personas, bancos e instituciones mexicanas, puede hacerse una nutrida lista: me han puesto Chordi, Yoryi, Yoyis o Yuris, también el shakespiriano Yorick o el Llorbi más labial; un caudal de malformaciones que se reconcentró cuando fui diplomático en Dublín y viré hacia el Georgi o el Geordie, cuya sombra wildeana la verdad no me molestaba. Aquel ramillete de variables, con énfasis en mi raro nombre, constituyó mis señas de identidad.
Como no se podía regresar al país de donde venía la familia, llevábamos a cuestas nuestra Cataluña portátil que, eventualmente, se encontraba con la de otras familias catalanas que compartían con nosotros el mismo país imaginario, el mismo relato, un relato que, curiosamente, no difiere mucho de lo que encontré, años más tarde, cuando llegué a vivir a Barcelona, a esa Cataluña que no quiero llamar "real", o "de verdad", porque me parece que, en el fondo, una es tan real, y tan imaginaria, como la otra.
El catalán nacido en Cataluña tiene como referente un ramillete de variables similar al mío, un relato parecido, la diferencia, si se quiere mirar así, sería el metro cuadrado donde ha nacido cada uno, porque al final, ¿qué es un país? Una lengua, una docena de afectos, tres o cuatro paisajes, unos cuantos sabores y olores, y no mucho más. Entre la Cataluña imaginaria donde nací, y la que es ahora mi casa, se arrastra la Cataluña política, ese corpus grandilocuente que parece cada vez más divorciado de eso que se denomina el pueblo catalán y cuyo relato, por la desmesura con que lo amplifican los medios de comunicación, termina siendo la historia oficial de Cataluña, cuando no es más que su relato político, es decir: el relato de unos cuantos que llevan agua a su molino.
Ahora que se aproximan las elecciones vuelven a dejarme perplejo, a mí que soy un catalán de ultramar, las ideas, los conceptos, los discursos de los políticos donde campan el juego de poder con Madrid, el mangoneo de la lengua, la relación con los inmigrantes, las componendas del Estatut, todo pasado por diversos grados de nacionalismo y de independentismo; un estruendoso guirigay del que acaban beneficiándose todos (los políticos, no los ciudadanos).
Si el relato político catalán tuviera la dimensión de una novela (aunque en realidad parezca más un sainete o un esperpento), la independencia de Cataluña sería el gran plot point, el suspense giraría en torno a la pregunta, ¿se logrará la independencia? Un mínimo de observación, de lectura de periódicos y de ir escuchando las declaraciones de los líderes políticos en la radio y la televisión, nos llevaría a concluir (de manera literaria, desde luego) que la independencia no llegará nunca, por dos razones, una económica y otra sociológica.
El independentismo es una industria; hay quien puja por la independencia, hay quien coquetea con ella y hay quien está en contra; es una industria de la que, y contra la que, vive mucha gente; genera empleos y subvenciones, y llena de significado muchas vidas. Es una industria sólida cuya existencia depende, paradójicamente, de no alcanzar su objetivo porque ¿qué pasaría con toda esta industria si se lograra la independencia?
Por otra parte, siguiendo con el análisis de esta novela hipotética, tenemos el sedentarismo, ese rasgo distintivo que hace del catalán una persona profundamente arraigada al metro cuadrado donde ha nacido, que vive siempre en el mismo barrio, en la misma casa, frecuenta los mismos amigos, vacaciona siempre en el mismo sitio, es decir, se mueve poco y una independencia es, para empezar, una mudanza mayor.
Los líderes políticos catalanes, por estarse mirando el ombligo, y defendiéndolo del ataque (real, o no) del extranjero, pasan por alto que Cataluña ha cambiado vertiginosamente, que lleva años abierta al mundo, que ha sido ya colonizada, de manera definitiva e irreversible, por nuevos habitantes que vienen de otros países y que, más pronto que tarde, el alcalde de Barcelona y el presidente de la Generalitat serán, por poner un ejemplo, hijos de ecuatorianos.
Entonces habrá que replantearse, necesariamente, el orden y la intensidad de las esencias de la patria; tendrá que reflexionarse sobre el significado que conceptos como nacionalismo, independentismo, soberanismo, catalanismo, tendrán en el nuevo mapa de Cataluña; un mapa que, por cierto, ya está aquí, que ya es una realidad. Incluso hay formaciones políticas con programas destinados a machacar al inmigrante, lo cual es de una torpeza no solo política, también ontológica y, más que nada, estadística.
A la luz de todo esto tendríamos que preguntarnos nuevamente: ¿qué es ser catalán? De momento no parece que a los partidos políticos les agobie demasiado el tema, se les ve más preocupados por hacerse con el poder, a toda costa, o por conservarlo, que por proyectar un Gobierno que procure el bien de la ciudadanía.
El 28 de noviembre terminaremos votando, como en su momento sucederá en toda España, no por la opción política que nos convenza y entusiasme, sino por la menos gravosa. Aquella Cataluña imaginaria donde nací, agarrado a mi ramillete de variables como a un clavo ardiente, era, al final, más real que esa que nos dibujan todos los días los líderes políticos. La mía estaba asentada en Veracruz. La de ellos en la Luna.
Jordi Soler es escritor. Su último libro es La fiesta del oso (Mondadori).
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