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PERDONEN QUE NO ME LEVANTE
Columna
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Así en el cielo

Durante una temporada larga me entró miedo a volar, y os fustigué con no pocos artículos al respecto. Mis mejores recuerdos de aquellos viajes en avión son los que no existen: de dopada que iba. Sin embargo, a más edad, mayor indiferencia hacia las cosas y las personas poco placenteras que puedan cruzarse en mi vida. El pánico a estar allá arriba me impedía disfrutar de algo que siempre me gustó. Mirar.

La última vez que viajé de Luxor a El Cairo -con suerte, cuando ustedes lean esto se habrá convertido en la penúltima- lo pasé ya muy bien, otra vez mirando, y eso que todavía tenía miedo. Pero ¿cómo resistirse? El sol se escondía y la luna aparecía allá arriba, y desde el pequeño aparato para vuelos domésticos yo me sentía muy cerca, muy rara, muy invadida por la parte mágica de nuestra existencia, esa parte que tenemos olvidada a fuerza de darla por sentada e incluso por poseída.

Nada más hermoso que volar en un día claro. Por encima, de una costa a otra"

La parte buena de llegar a la vejez es que uno valora la fragilidad de todo.

Por eso creo que en algún momento aquilaté la auténtica debilidad de mi miedo y le dije: anda, ya está bien, no insistas, no te quiero conmigo. No me des más la lata, estás impidiéndome respirar a mis anchas, sal de aquí, déjame disfrutar. Así es como nos deshacemos de aquello que creíamos permanente -incluso indispensable, aunque no es este el caso; el miedo siempre es un estorbo. Con una sacudida del cerebro. Y la corona de cuervos se va. No queda ni rastro.

A lo que iba. Mirar y volar. Un día me sorprendí buscando en Google mapas de esos que tienen todos los adelantos del fijarse, que parece que lo ves todo, e incluso crees que lo estás viendo. Y qué os voy a contar: curioso, es; interesante, también. Pero no puedo dejar de pensar, delante de esas radiografías del planeta, que me pierdo algo. Algo que nada salvo la experiencia puede captar: la relación única, fugaz y, sin embargo, profunda, entre el instante, su sujeto -uno mismo y su circunstancia, ea- y lo que ante sus narices ocurre. Ocurren atardeceres y anocheceres y amaneceres, pero ocurren sobre todo líneas de tierra, mares de mar, ocres y rojos, colchas de colores y sinfonías de cordilleras. Y el avión avanza, nosotros avanzamos. Ahí abajo, la vida condensada y también dispersa, contenida y arrolladora.

Nada más hermoso que volar en un día claro y ver lo de abajo. Incluso si lo de abajo no puede apreciarse todo el rato ni siempre bien, lo que tenemos en torno nos cuenta su misterio. Las nubes, ese algodón, ese vacío que de repente absorbe resplandores o los escupe… Una vez disfruté de un viaje, de Estambul a Barcelona, a pleno día y en ventanilla, que era como creerse un dios. Volar por encima e ir nombrando. Pasar de una costa a otra, de un Mediterráneo a otro. Cuando llegué a casa me sentí como si me hubiera bañado en todos ellos, como si hubiera hablado con la gente que puebla sus costas.

El vuelo más bonito que últimamente me ocurre es el de El Cairo a Beirut, o viceversa. Siempre que sea por la mañana y en uno de esos días transparentes que permiten ver hasta las pirámides. La inmensa sábana amarilla que es la ciudad de El Cairo, con el Nilo en franjas. Y poco a poco, remontando, enfilando hacia el Delta. Miro y veo lo que veo, pero veo mucho más. Sé que, a la izquierda, alguien murió en una perversa cacería de patos; no, no se puede ver, pero yo lo imagino; sí, a la izquierda. Fue en El cuarteto de Alejandría, y el lugar, el lago Mareotis, en donde los europeos y los europeizados y los misteriosos se perdían entre cañaverales. Luego viene el mar, tranquilo, y el mar se mezcla con el cielo hasta que la costa libanesa se recorta al fondo, y el collar de piscinas privadas y hormigón en que se ha convertido Beirut hace lo que puede para rechazar el abrazo de la memoria.

No hay mejor viajero que un cerebro humano regularmente alimentado con buenos libros, personas inteligentes y los mínimos siesos posibles. 

marujatorres.com

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