Despedida a un trenzador de acuerdos
Ministros, editores y amigos acuden a la capilla ardiente de Pérez González
La presencia de Rodolfo Martín Villa y Rosa Conde -los políticos que preparaban en secreto las conversaciones y reuniones, siempre difíciles, entre el presidente Felipe González y José María Aznar, entre 1993 y 1996- en la capilla ardiente de Francisco Pérez González componía ayer una metáfora de la personalidad del editor fallecido, maestro en trenzar acuerdos con discreción.
De Felipe González a Isabel Tocino. Ministros -Ángel Gabilondo (Educación) y Ángeles González-Sinde (Cultura)-, y ex ministros (Pedro Solbes y Carlos Solchaga, entre ellos). El secretario general de la Casa del Rey, Ricardo Díez-Hotchleiner. El escritor Manuel Vicent, y el cineasta Manuel Gutiérrez Aragón. Los editores Flora Morata, Luis Monreal, Federico Ibáñez y Antoni Comas. Todos ellos acudieron, entre decenas de personas del mundo de la cultura y de la política, a despedirse de un emprendedor que fue español en América e iberoamericano en España.
Su participación fue decisiva para implantar Santillana en toda América
Asumió que su unión con Polanco aseguraba la eficacia e independencia
Ser editor fue la forma que halló de ejercer su instinto emprendedor
Propiciaba la complicidad, pero para dar confianza exigía discreción
Pancho solía decir que la lealtad solo se paga con lealtad. Él era hombre de lealtades. Lo fue, sobre todo, con Jesús de Polanco, su socio, líder y amigo. Siempre tuvo muy claro que solo si permanecían unidos garantizarían su libertad de criterio y la independencia económica y profesional de sus empresas. A esa alianza -que duró casi medio siglo y que ha continuado con Ignacio Polanco- añadió en el terreno personal un trato que favoreciera el afecto y la unión entre sus respectivas familias.
Había conocido a Jesús de Polanco a finales de los años cincuenta en un almuerzo organizado por el distribuidor de libros Joaquín Oteiza. Fue tal la sintonía entre ellos que tras la comida conversaron durante siete horas mientras caminaban por las calles de Madrid. Cuando se incorporó a la creación de Santillana, invitado por Polanco, su primera tarea fue promover libros para la alfabetización de adultos en España, Argentina y Colombia. Después, su participación, junto a Polanco y Emiliano Martínez, fue clave para la implantación de Santillana en toda América.
Su lealtad con Iberoamérica fue intensa hasta los últimos años, cuando creó la Fundación Barcenillas y la dotó de una de las mejores bibliotecas privadas españolas sobre Latinoamérica, procedente de su colección particular (más de 10.000 títulos). Solía decir que "mucho antes de que Emilio Botín dijera a sus directivos que hay que ser guatemaltecos en Guatemala y argentinos en Argentina, nosotros fuimos chilenos en Chile y nicaragüenses en Nicaragua". Y defendía que la permanencia en Iberoamérica, incluso en los momentos de más adversidad, facilitó que años después desembarcaran con facilidad empresas españolas en países donde multitud de ciudadanos habían estudiado con libros de Santillana.
El camino hasta llegar ahí fue una aventura en la que Polanco y él compartieron riesgos, esfuerzos y una determinación básica: hacer las cosas bien. Al comienzo, incluso compartían habitación para ahorrar gastos. Después, Pancho se perfiló como un gran empresario que negociaba con ministros y tenía acceso a presidentes de Gobierno y jefes de Estado iberoamericanos. A la vez, era amigo de muchos escritores españoles exiliados, y ayudó a que su aportación fuera valorada y difundida.
Pancho fue emprendedor desde joven. Fue quien propuso a su familia que la papelería Hispano Argentina, de la que eran propietarios, empezara a vender libros. Durante muchos años, se convirtió en el lugar donde se podían adquirir los ensayos y novelas prohibidas por la censura. Esas obras prohibidas las guardaba en el cuarto de atrás, denominación en clave del piso utilizado como rebotica -en aquella época, los libreros como él recetaban libros a sus clientes-, y cuando su demanda aumentó, se los suministró a librerías de toda España.
Muchas personas que trabajaron con él le consideraban un jefe que sabía integrar equipos, que aglutinaba y a la vez delegaba, y que nunca se olvidaba de reconocer la aportación de sus colaboradores -empleaba más ese término que el de empleados- en los éxitos alcanzados. En el fondo, ser editor era la forma que había encontrado de ser emprendedor. Y cuando alcanzó una avanzada edad, logró hacerse mayor sin dejarse envejecer.
No le gustaba la quietud, ni la soledad. Le desagradaban los pelotas, y le incomodaban los enfrentamientos exacerbados. Pero su sentido conciliador no le impidió dar batallas en los negocios ni comprometerse en la defensa de valores democráticos. En la etapa final del franquismo, pero cuando aún entrañaba riesgos plantarle cara, contrató en Taurus a Enrique Tierno Galván en cuanto el régimen le expulsó de la Universidad.
Pancho propiciaba una complicidad que a menudo se convertía en amistad. Experto en guardar secretos, y en esconder la existencia de los que protagonizaba, la discreción constituía un requisito imprescindible para merecer, y conservar, su confianza. Todos esos comportamientos, unidos a una generosidad practicada con naturalidad y un talento cargado de pragmatismo, hicieron de él una figura apreciada por el respeto que inspiraba. Esa accesibilidad de ciudadano moderno y esa caballerosidad antigua -no vieja- explican que en todas partes se le conociera por un nombre que no figuraba en su carné pero representaba su identidad. "De hecho, yo creo que como de verdad me llamo no es Francisco Pérez González. Porque todos... me llaman Pancho".
Babelia
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