El regreso de Alatriste
El regreso de Alatriste a la villa y corte de Su Majestad Católica, tras dos novelas de ausencia, marca el reencuentro con varios viejos amigos del protagonista y de sus lectores, como Caridad la Lebrijana o el alguacil Manuel Saldaña, junto a personajes que, como don Francisco de Quevedo o el conde de Guadalmedina, no habían dejado de estar presentes en las últimas entregas, al igual que ocurría (aunque a veces desde la distancia) con los antagonistas del capitán, como el secretario del rey Luis de Alquézar, su sobrina Angélica o el contrapunto del propio Alatriste, ese álter ego en negativo que es Gualterio Malatesta. Además, como telón de fondo que a veces parece adquirir papel propio, cobra realce el viejo Madrid que con tanto detalle retrató el plano de Texeira y que en esta ocasión tiene, como puntos destacados, los corrales del Príncipe y de la Cruz, por un lado, y el Alcázar Real de Madrid y El Escorial, por el otro. Esta duplicidad de escenarios principales (a los que acompañan tabernas, mancebías y corralas) es fiel trasunto de un relato que se desarrolla en dos frentes: el del mundillo teatral que asiste al declive del viejo Lope y al afianzamiento del joven Calderón, y el de las intrigas palaciegas y conventuales en torno al destino de la que aún entonces parecía ser la monarquía más poderosa de la tierra.
La amistad exige lealtad a los héroes cansados de Arturo Pérez-Reverte
Alejado de nuevo del servicio activo (ya fuese de forma abierta como en El sol de Breda, ya de forma encubierta como en El oro del rey), el capitán regresa a sus actividades como acero a sueldo, aunque en esta ocasión su cuchilla se va a ver ensangrentada más por asuntos propios que ajenos. La causa es una relación amorosa (o más bien galante) que deriva en abierta competición por los favores de una bella comedianta, María de Castro, quien mantiene relaciones con Diego Alatriste y a la que, entretanto, le surge otro pretendiente. En principio, semejante querella habría sido para el capitán cuestión de poca monta, toda vez que su imbatible espada (que hasta deja su marca en la carne de Lopillo, el hijo del Fénix, nada más empezar la novela) estaba en condiciones de garantizarle (por extinción física del rival, si se terciaba) la exclusividad de los arrumacos de la actriz. Sin embargo, las cosas se complican cuando el que pretende sustituirle a uno cerca de la comedianta es nada menos que el mismísimo Rey Planeta, como la adulación cortesana dio en apodar al cuarto Felipe. Cuando la pasión se convierte en razón de Estado, las circunstancias pueden volverse harto complicadas. Si, además, hay quien pretende pescar a río revuelto, las consecuencias pueden ser impredecibles...
En estos lances de menos amor que puntos de honra y de menos sentido del honor que ansias de poder, desempeña un papel fundamental, en parte a pesar suyo, Íñigo Balboa, encandilado una vez más por los perniciosos, por más que innegables, encantos de Angélica de Alquézar. Pero además de poseer este protagonismo en la acción, Íñigo lo desarrolla también en la narración. No solo porque siga siendo él quien refiere los lances de la historia, sino porque en esta ocasión su personal punto de vista alcanza particular relevancia. En las anteriores entregas, aunque la voz era la suya, el acento era del capitán, y si Íñigo superaba su posición de mero testigo para pasar a ser un narrador omnisciente, era en buena medida porque veía el mundo a través de los ojos de su admirado mentor y amigo. Ahora, sin embargo, Íñigo ha madurado, no solo por haber crecido, sino por haber sido marcado por la impactante experiencia de la guerra, de modo que empieza a mirar y a juzgar por sí mismo. Su presencia se acrecienta y se distancia respecto de Alatriste, y aunque las andanzas de este se relatan puntualmente, hay momentos en que, no el personaje, pero sí sus propósitos y actitudes parecen quedar en un segundo plano, acentuándose el valor de la mirada de Íñigo.
El joven aprendiz de soldado se ha desarrollado y su forma de encarar la narración lo ha hecho con él. A la ingenua fascinación que ejercía el capitán en las dos primeras entregas sucedió un toque de rebeldía en las dos siguientes y ahora este se transforma en una actitud que, sin perder un ápice de la lealtad que la amistad exige a los héroes cansados de Pérez-Reverte, refleja también su distanciamiento, su discrepancia incluso. Esta postura no es gratuita, porque Alatriste ya no es tampoco el brillante espadachín admirado y admirable... Ahora surgen las reservas, porque el capitán, sin perder su innegable carisma, muestra también su lado oscuro, urdido de pasiones incontroladas, de testarudez y de orgullo resentido. Incluso su eterno rival Gualterio Malatesta, al que se enfrenta una vez más, deja aquí de ser esa pura versión en negativo del capitán. Ahora resulta que los dos espadachines no eran tan distintos. El retrato de Alatriste, al que, pese a ser luminoso, siempre lo han matizado algunas sombras, acentúa desde aquí sus claroscuros.
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Babelia
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