De güelfos y gibelinos
En los últimos meses parece como si la historia se repitiera. El presidente de Colombia, Álvaro Uribe, encomendaba a sus electores la continuidad nombrando delfín a Juan Manuel Santos, que salía debidamente elegido en julio; anteriormente ya se había consolidado Dilma Rousseff como ungida del presidente brasileño, Inàcio Lula da Silva, y hoy es favorita para sucederle en segunda vuelta. El presidente venezolano, Hugo Chávez, presentaba las legislativas del 26 de septiembre como un plebiscito personal, lo que había estado implícito con Uribe, y clamorosamente obvio en el caso brasileño. El líder bolivariano hizo match nulo en su tentativa de aplastar a la oposición; el continuismo de Santos está resultando tan matizado que antes parece nuevo comienzo; y Rousseff es todavía una relativa incógnita; pero todos tienen algo en común: una abrumadora mayoría de electores han votado a favor o en contra de quienes no concurrían a los comicios: a Uribe en lugar de Santos, a Lula en vez de Rousseff, y a Chávez suplantando a su mesnada. Y todos ellos se necesitan y explican como piezas en un tablero por la existencia de los demás.
Lula pretende alterar el precario orden universal que tiene a EE UU como poder imprescindible
Uribe es el güelfo clásico que ha buscado aliados donde debía, Estados Unidos, alineando su política según las preferencias de Washington en Asia Central, y eligiendo a sus adversarios con impecable ortodoxia: el chavismo. Santos, diferentemente, es el güelfo posmoderno que proclama que todos los que no estén contra él están con él. Y Lula es el gibelino que place a todos los güelfos. A Uribe porque, aunque era un incordio con sus críticas a la cesión de bases a Washington, también le valoraba ante la superpotencia; y a Santos porque, creando un polo de poder en América Latina, le da mayor profundidad a su política exterior; no en vano su primera visita ha sido a Brasilia. Lula ha protagonizado estos años un número acrobático excepcional, encendiendo una vela a Dios y otra al diablo. Ha representado a su país en Davos, foro de los grandes poderes fácticos y en el G-veintipico junto a los líderes del planeta, sin dejar de ser por ello la estrella de la reunión altermundista de Porto Alegre; así, firmaba en abril un acuerdo sobre Defensa con Estados Unidos, y acordaba en mayo un plan de rearme con Francia que hace de su país la primera potencia militar latinoamericana y el séptimo del mundo en poseer submarinos nucleares; y mientras disputaba a Chávez el liderazgo de la ibero-izquierda, apaciguaba cualquier temor de la inversión occidental con el respeto que mostraba por el capitalismo globalizado. Los gibelinos radicales han dicho de Lula que había sido cooptado por lo que Gramsci llamaba "la resistencia pasiva" de las élites, cuyos beneficios marginales serían la Copa del Mundo de Fútbol en 2014 y los Juegos de Río en 2016.
Chávez es, en cambio, el gibelino en estado de naturaleza, pero que también necesita a Lula porque no tiene mejor comunicación con Occidente, dado que España no basta y Cuba e Irán no sirven. Gibelinos solo aparentes son el presidente ecuatoriano, Rafael Correa, y el boliviano, Evo Morales. El primero es un gibelino a la fuerza, que en Europa estaría encantado de ser socialdemócrata, pero al que su vulcanismo enfrenta al mundo convirtiendo, como ha ocurrido en Quito, un motín policial en intentona golpista. Y la aversión y el alejamiento que siente el líder indígena por Europa le hace irremisiblemente ajeno a todo lo que suene a la Italia del siglo XIV. Pero el actor central siempre es Lula porque, cooptado o sigiloso asaltante por la puerta trasera del palacio de invierno, pretende alterar el precario orden universal que aún tiene a Estados Unidos como poder imprescindible. El despliegue para ello ha sido impresionante. En más de 200 viajes al extranjero y ocho años de mandato ha dormido 385 noches fuera de Brasil; ha abierto 36 embajadas y consulados, con lo que el país está representado en un centenar de capitales por 1.400 diplomáticos, y, a diferencia de sus predecesores que preferían Estados Unidos y Europa, dos tercios de sus viajes han sido a Asia, África y América Latina.
Lula ha jurado que no será el poder en la sombra con Rousseff ni, menos aún, que renuncie a una futura presidencia. Y cuesta verle alejado de su país, aunque sea como secretario general de la ONU. Pero si su designio perdura, difícilmente podrá mantener su exquisito juego gibelino. En la cima el centro no existe.
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