El suplicio del perro más rápido del mundo
Los robos para el mercado negro, el maltrato y el abandono amenazan la vida de los galgos
Hubiera servido para protegerse de un bombardeo, pero el búnker de cemento, láminas de acero, hormigón armado, piedra y ladrillo empotrado contra una pared de tierra no bastó para proteger las joyas que ocultaba: cinco galgos de buen linaje.
El dueño señala el agujero de un metro de diámetro que, a mediados de este mes, alguien abrió de madrugada para llevarse los perros de su finca, apartada en un rincón del municipio de San Agustín de Guadalix, al pie de la Sierra. El hombre, que no quiere revelar su identidad, ha decidido dejar de criar galgos, los perros más rápidos del mundo: "No se puede. Te los van a robar seguro", dice resignado.
En la misma semana otros cuatro vecinos de la zona se quedaron sin sus lebreles. El 8 de octubre empieza en Madrid la temporada de caza de liebre con galgos y los galgueros ya han seleccionado sus mejores ejemplares. Los ladrones entran en acción. En lo que va de año, se han registrado 37 denuncias por robo de galgos en la región, según datos oficiales manejados por el ex presidente de la Federación Española de Galgos, Francisco Salamanca; en 2009 hubo 89. Estima que en cada golpe se esfuman de dos a seis ejemplares.
Las protectoras calculan que cada año se abandonan 40.000 ejemplares
El precio de un buen animal va de los 4.000 a los 50.000 euros
El galgo es un objeto de lujo con malos pretendientes. En las dos últimas operaciones relevantes de la Guardia Civil contra el robo de estos perros todo estaba teñido de criminalidad. Saldo de la Operación Scooby, en 2007: aparecieron 48 galgos, siete kilos de cocaína, dos pistolas y hubo 16 detenciones (ocho en Madrid). Operaciones Harry y Clavijo, en 2008: 226 galgos, dos pistolas, una carabina, una escopeta y 29 detenidos (cinco en Madrid).
Otra muesca, enero de 2010: el Seprona (sección de Medio Ambiente de la Guardia Civil) detiene a cinco hombres que habían robado dos lebreles en Torrelaguna. Durante la persecución uno de ellos intentó atropellar a un agente.
En el mercado negro, según fuentes policiales y de asociaciones de caza, uno de estos animales puede valer desde 4.000 euros, si es bueno, hasta 50.000, si es único, un precio más propio de un coche de 250 caballos. Podría ser lo que se haya pagado por Muleta, una galga de dos años, subcampeona en una competición madrileña, que robaron en marzo en Casarrubios del Monte, pueblo toledano fronterizo con Madrid.
"Los que ordenan los robos son clanes gitanos o mercheros [chatarreros no gitanos], para cazar y apostar en sus carreras [ilegales] o simplemente para su disfrute. Igual que para unos es un lujo tener un picasso en casa, para ellos un buen galgo es un signo de distinción", explica un miembro de la Policía Judicial de Ávila que trabajó en la Operación Scooby.
La Comandancia de la Guardia Civil de Madrid corrobora que en poblados marginales se almacenan galgos robados, sobre todo en Valdemingómez, el hipermercado de la droga de la Cañada Real, pero solo le consta que se usen en caza furtiva, no en apuestas.
La tesis del Seprona de Madrid es que el robo de galgos no es un problema acuciante, al menos no tanto como en otras regiones con más tradición galguera y zonas extensas de caza, como Castilla y León o Castilla-La Mancha. En un estudio de la Federación Española de Galgos se calculó que hay 450.000 lebreles registrados en federaciones regionales o propiedad de cazadores particulares; un 10% están en Madrid, donde hay 78 clubes de caza con galgo.
La antítesis de los cazadores es que sus perros están controlados y hostigados por redes criminales impulsadas por narcos. Estos dispondrían de grupillos que buscan galgos de lujo y tienen capacidad para sustraer los que se les antoje. "Esta historia se nos está yendo de las manos, y más en Madrid, que es donde están los capos de la droga. No hay suficiente investigación", denuncia el presidente del Club Nacional del Galgo Español, Luis Bravo.
La síntesis quizá sea que el robo de galgos de competición existe y es doloroso para sus dueños, aunque no tenga tal trascendencia como para desvelar a las fuerzas del orden.
Si bien el hurto es una amenaza para esta raza, hay escenarios peores: el abandono y el maltrato, incluso la tortura. Los cazadores y las protectoras de animales coinciden en que el salvaje método de deshacerse de los galgos inútiles (es decir, lentos o lesionados) colgándolos de la rama de un árbol ya no es habitual. Hace años las zonas de campo para matarlos así tenían un nombre, ahorcaderos. Y hoy todavía corre el runrún por el mundo del galgo del gusto de algunos por continuar la tradición, dejando al perro suspendido de una cuerda por el cuello y con las pezuñas a la distancia justa del suelo para luchar hasta morir por hacer pie. Tocar el piano, le llaman.
Son casos espantosos pero residuales. La lacra común es el mero abandono, un hecho que las asociaciones en defensa de los animales vinculan con la supuesta ansia de los cazadores por conservar los galgos que mejor cazan y prescindir de los menos diestros. "Crían tropecientos y, después de probarlos, muchos abandonan los que no les valen", asegura Carolina Corral, presidenta de ALBA, una de la decena de asociaciones que recoge en Madrid galgos vagabundos y los da en adopción. La tarea es compleja. Localizarlos es sencillo, atraparlos, no: los animales perdidos desarrollan un instinto de rechazo a los humanos que, en el caso de los galgos, se traduce en un bicho atento para salir pitando a 50 kilómetros por hora.
El vicepresidente de ALBA, José Antonio Suárez, se ha ingeniado trucos para pillar galgos: cerbatanas y rifles con dardos somníferos, redes, jaulas con puertas que se abaten cuando el can pisa dentro en busca de un señuelo de comida. Al final caen. Y luego empieza el trabajo de colocarlos en un hogar amigo. Alemania, Austria o Suiza son destinos frecuentes. En nueve años, esta asociación ha mandado más de 500 galgos a estos países.
Otros 400 parten hacia Bélgica y 150 más son adoptados en España cada año por familias gracias a la Asociación Las Nieves (Navalcarnero), abierta desde 1995 en el sur de Madrid, zona caliente del abandono de lebreles. "Tratamos de salvarles porque, aunque lo quieran negar los políticos españoles ante las autoridades medioambientales europeas, en España existe un problema grave con estos perros", dice María del Carmen Quejido, una de las responsables del centro.
El lugar confirma de un vistazo el abandono de estos canes. Aquí cuidan 800 perros desamparados; unos 300 son galgos. Todos rescatados de la calle. En este centro también han sufrido robos. En Las Nieves, conocen historias de rescates de galgos espeluznantes: "Hubo que sacar a uno del fondo de un pozo", cuenta Quejido. "No se supo hasta el descenso que el perro aullaba en demanda de ayuda sobre un lecho de galgos muertos".
En esta protectora tienen marcados con una equis a los cazadores. Reconocen que estos ya no tienen por norma las ejecuciones de galgos, pero sostienen que el abandono es moneda común, como tampoco es inusual, dicen, una forma más técnica de mandar a sus perros al otro barrio: llevarlos al veterinario para que los sacrifiquen.
Las protectoras calculan que en España se abandonan unos 40.000 galgos al año. La cosa empeora con otro añadido, la mala vida que le dan algunos criadores a sus perros. Un problema familiar para la Consejería de Medio Ambiente. Su área de protección animal hace cada temporada una campaña de inspección de realas, perreras domésticas. En 2009 visitaron 146 y en 52 no se cumplían las condiciones higiénicas o se carecía de cartillas sanitarias.
Los cazadores se sienten en el centro de la diana, condenados por los dislates de una proporción minoritaria de su gente. Pero visitar una reunión de galgueros demuestra que muchos son apasionados de estos perros, hasta un punto casi científico. En un certamen organizado en San Agustín de Guadalix el 12 de septiembre se analizaba la naturaleza del galgo español ideal, una composición que los criadores persiguen a base de cruces entre ejemplares fetén: cabeza en forma de flecha, cuello musculoso pero liso, mordedura como una tijera, cola fina, pisada de liebre, nariz oscura, espalda recta. La grupa, oblicua. Y el pecho, siempre encima de las rodillas.
Luis Antonio Monasterio, comisario en concursos del Club Nacional del Galgo Español, despliega el abanico de comodidades de sus galgos: "Comen guisos y duermen en un sofá". Y los que no valen para cazar, no se van por el desagüe. Paquera, una de sus cachorras, se rompió un fémur y está tullida. No piensa deshacerse de ella.
Farruquito, el galgo macho ganador del certamen de San Agustín, vive "a cuerpo de rey", presume su dueño, Luis Alfonso Escudero, un joven de 16 años que se crió con lebreles desde niño. Cuando se va de vacaciones, no pega ojo hasta que recibe una llamada que le diga que sus "hermanos", como les llama, están bien.
Es la cara a de la vida de los galgos, un trazo de optimismo que suaviza la cara b, la de una raza que gira dentro de una ruleta con varias casillas que llevan directo al infierno.
Al rescate en Carabanchel
José Luis Villarino buscaba a los dos galgos que le habían desaparecido a una amiga y al fin los encontró. Estaban chamuscados uno encima de otro, muertos, en un descampado del distrito de Carabanchel. Un lugar pegado a un conjunto de viviendas sociales del barrio de Marqués de Vadillo, a un paso de la M-30.
Este es el terreno en el que cuatro amigas de la zona luchan desde hace años por localizar y rescatar galgos en apuros. Piden que no se publiquen sus nombres, por temor a que las identifique alguno de los propietarios a los que les robaron perros que, según su versión -acompañada de fotos de los animales recuperados, malheridos y de mirada asustada- no podían seguir en sus manos.
Laura (nombre ficticio), una mujer de mediana edad, explica su labor de guerrilla en defensa de los galgos: "Vamos abriendo furgonetas viejas, desvencijadas, y nos llevamos a casa a los galguitos que hay dentro hasta encontrarles un hueco en una protectora de animales. Hemos cogido una docena".
Y describe la situación en la que dice que encuentran a los perros: "En los huesos, sucios, con heridas, porque hubo una época en la que los metían juntos con gallos de pelea". No es algo inverosímil. En las Operaciones Harry y Clavijo de la Guardia Civil contra el robo de galgos, se descubrió que también se usaban los canes para foguear a perros de pelea.
Los testimonios de esta mujer y de sus compañeras, unidos a la macabra aparición de los lebreles abrasados, crea sospechas sobre el barrio y sus vecinos. Paseando por las calles es fácil encontrar a ciudadanos de etnia gitana con galgos. Como Miguel, Ramón y Antonio, que toman el sol del mediodía junto a sus canes, que tienen buen aspecto y están cuidados. Los hombres desmienten que a su barrio lleguen perros robados o que se maltrate a los que hay. Antonio, 49 años, da fe con un argumento cultural: "¿No sabes que a los gitanos, si matamos a un perro o a un gato, nos cae la negra? Siete años de maldición".
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