La huelga del sin querer
Estamos arrastrados a la huelga del sin querer. Los sindicatos se han sentido obligados a convocarla para no perder la cara. La patronal, por una vez, se muestra contraria porque el éxito favorecería a sus antagonistas. La oposición del PP querría el imposible de que resultara un debilitamiento simultáneo del Gobierno y de los sindicatos. Y el Gobierno piensa que la huelga podría dar credibilidad internacional al rigor de las medidas de recorte adoptadas, pero siempre que su seguimiento sea limitado y no suponga una enmienda a la totalidad. Es la huelga del sin querer. Su éxito mayúsculo no lo quieren los sindicatos porque tampoco podrían gestionarlo, además de que favorecer la alternativa política del Partido Popular sería una pésima apuesta de futuro. Tampoco esa clase de éxito haría las delicias del PP porque equivaldría a una multiplicación del poder sindical, lo que dificultaría su gestión en caso de una victoria en las urnas próximas. Y para el Ejecutivo supondría una desautorización, agravada por proceder de su propio campo de afinidad. De manera que todos van a subir al escenario mañana para desempeñar su papel, pero se advierte en cada uno de ellos falta de convicción.
Los sindicatos se han visto obligados a convocar el paro para no perder la cara
La convocatoria de la huelga general corre por cuenta de los sindicatos Unión General de Trabajadores y Comisiones Obreras. Pero vayamos a las normas. Dice el apartado 2º del artículo 28 de la Constitución que "se reconoce el derecho a la huelga de los trabajadores para la defensa de sus intereses". A continuación, añade que "la ley que regule el ejercicio de este derecho establecerá las garantías precisas para asegurar el mantenimiento de los servicios esenciales de la comunidad". Pero este es el día en que seguimos sin esa ley reguladora prevista y sin el establecimiento de las garantías que aseguren los servicios esenciales mencionados. Toda la panoplia legal se reduce al Real Decreto Ley 17/1977 de 4 de marzo, desarrollado por Órdenes de 30 de abril y de 30 de junio del mismo año; y al Real Decreto Ley 6/1977 de 25 de enero, que modifica la Ley de Orden Público.
En esa misma línea, el artículo 37 de la Constitución señala que "la ley garantizará el derecho a la negociación colectiva laboral entre los representantes de los trabajadores y empresarios, así como la fuerza vinculante de los convenios". Y en el apartado 2º "se reconoce el derecho de los trabajadores y empresarios a adoptar medidas de conflicto colectivo", y vuelve a remitir a una ley que incluirá las garantías precisas para asegurar el funcionamiento de los servicios esenciales más arriba mencionados. De manera que, 37 años después de la Constitución, después de la sucesión de gobiernos centristas, socialistas y peperos seguimos a la intemperie, sin la adopción de las leyes reguladoras prescritas. Una carencia de la que nos hemos acordado con los truenos, como de Santa Bárbara, pero que enseguida, pasada la tormenta, hemos convenido de modo tácito en seguir aplazando.
En esta ocasión, el Ministerio de Fomento ha pactado con los sindicatos los servicios mínimos en el área del transporte, pero más abajo, a escala autonómica, ese acuerdo ha sido a veces imposible, como en el caso de Madrid. Y ya se sabe que donde no hay pacto se incentiva el salvajismo, y entonces los piquetes informativos derivan en coactivos. Los sindicatos saben bien que si paralizan los transportes públicos tendrán garantizado el éxito y asegurada la visibilidad de su convocatoria. Sin embargo, disponen de un margen muy estrecho de maniobra. Los trabajadores han visto su situación fragilizada por la reforma laboral, y rehúsan tomar riesgos. Tienen miedo sobre todo de los seres débiles, más aún si son diferentes de ellos, y es por ahí por donde ha crecido la xenofobia. No quieren indisponerse con los patronos, menos aún cuando se ha flexibilizado y abaratado el despido.
En medio de la crisis prevalece el miedo, que siempre induce docilidad en los comportamientos. Y es mayor el temor que infunden los empresarios que el que podría proceder de los sindicatos. En esa situación puede pronosticarse sin error que el mayor seguimiento de la huelga se producirá previsiblemente en el sector público, en el que la tolerancia es en principio mayor.
Lo que está garantizado es la guerra de cifras de huelguistas. Las más abultadas las aportarán los sindicatos; las más reducidas, la patronal; y entre ambos extremos, las del Gobierno que intentará salvar la cara de las centrales sin buscarse el propio descrédito. Estamos ante la huelga del sin querer hacernos daño, muy lejos de aquella de diciembre de 1988, que entusiasmó a la CEOE y a todas las fuerzas políticas deseosas de golpear a Felipe González.
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