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Columna
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De risa, en serio

Ahora que está tan de moda prohibirlo todo, considerar al ciudadano como un delincuente real o en potencia, me extraña sobremanera que a nadie se le haya ocurrido prohibir la risa, que no haya un estudio de la Universidad de Wisconsin que demuestre científicamente que reírse en exceso, incluso reírse a secas, produce daños irreparables en el páncreas y, además, afecta a la libertad del vecino; y que reírse en el coche eleva el porcentaje de accidentes porque al cerrar o entornar los ojos se pierde visibilidad. No sé si estoy dando una idea a algún desorientado, pero nada más lejos de mi intención, por lo que pido disculpas si mañana nos encontramos con un decreto antirisa o reservada solo al ámbito familiar, siempre y cuando los niños no estén durmiendo.

Aunque, dándole vueltas al tema, se me ocurre que en cierto modo ya se ha mutilado la risa sibilinamente. A saber: no hay risa, que se sepa, en los Consejos de Gobierno, ni en las reuniones de los sindicatos. Parece obvio con la que está cayendo y lo que queda por caer. No hay risa en el Congreso, porque el preámbulo de la risa es la inteligencia y, en fín,... La hubo con Labordeta: risa lista, risa malhumorada, risa de los que no entienden nada y de los que lo entienden todo. Risa del solitario, en definitiva, al que en vida ningunearon y acompañaron en el entierro.

No hay risa en la televisión, salvo contadísimas excepciones. Separen ustedes Vaya Semanita, Aída y Buenafuente y les quedará poco donde elegir. Los programadores saben que la risa va por barrios y ellos quieren toda la ciudad, todo el país, todo el mundo. Como mucho, se encuentran programas con sentido del humor, que no es lo mismo, y otros que se pretenden desternillantes y solo inducen al llanto. La risa de la princesa del pueblo es la risa de los pesimistas; por eso su triunfo es rotundo. En tiempos de pesimismo, el mal gusto es lo más cercano a la amargura, a lo más íntimo. El éxito de los monólogos solo tiene que ver con el ahorro: nada más barato, en todos los sentidos, que un tío con un micrófono contando lo tontas que son las tías y viceversa.

No hay risa en los periódicos, ni en los bares, salvo a altas horas de la madrugada, esa risa floja que se puede convertir en segundos en un llanto prolongado y acabar como el rosario de la aurora contando los clavos de su cruz.

Solo Bilbao podía salir en auxilio de esta orfandad. El congreso de literatura de humor es una sana bilbainada que, además, por ser en Bilbao, se celebra coincidiendo con el Festival de San Sebastián. ¡Qué pasa! Ya, aquello es cine y esto son charlas y conferencias. Por eso creo que Julia Roberts debiera haber estado en Bilbao y no en Donostia, con su eterna sonrisa, un tanto fingida, siempre sensual, recordándonos permanentemente que ella era pretty woman y que lo sigue siendo. Cine y literatura, a veces amigos, a veces íntimos enemigos. Quizás Julia Roberts sea ambas cosas a la vez. Y es arte. Por eso creo que debía haber venido a Bilbao a ver el Guggenheim y, de paso, a verme a mí. O viceversa.

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