Las tres guerras afganas
Luchar una guerra y ganarla ya es bastante complicado. Pero luchar tres guerras distintas y pretender ganar las tres es directamente imposible.
La primera, una guerra típica del siglo XXI: pequeños equipos de fuerzas especiales con visión nocturna y señaladores láser persiguen terroristas de Al Qaeda valiéndose del apoyo de aviones no tripulados teledirigidos vía satélite por operadores situados a miles de kilómetros de distancia. La parte menos cinematográfica de esta guerra la comenzamos a conocer ahora vía algunas filtraciones documentales como las de Wikileaks e investigaciones periodísticas como la más reciente de Bob Woodward (cuyo avance hemos leído esta semana): varios miles de víctimas civiles por culpa de errores en los bombardeos o por el gatillo fácil de algunos de estos cazarrecompensas; cientos de millones de dólares en efectivo distribuidos sin ningún control por la CIA con el objeto de comprar lealtades (incluyendo el reclutamiento y manejo de un ejército secreto de unos tres mil afganos), y una permisividad total con una élite corrupta y completamente desentendida de la suerte de la población afgana. Así comenzó la guerra en 2001, y a juzgar por las propuestas de retirada que proliferan en muchos ámbitos, ahí podría volver.
La coalición nunca desplegó las tropas necesarias para el control del territorio
La segunda, una guerra típica del siglo XX que no va mucho mejor. Cuando, tras el fracaso de Bush y Rumsfeld, llegaron la OTAN y la comunidad internacional, el objetivo se transformó: de lo que se trataba ahora era de construir un Estado democrático que funcionara. Algo así como lo que se hizo en Alemania y Japón con notable éxito después de la II Guerra Mundial. Y algo así como lo que intentaron los soviéticos en 1979 con otro modelo en mente, pero con objetivos igualmente ambiciosos. Ello implicaba echar a los talibanes y luego construir carreteras, celebrar elecciones, nombrar jueces independientes y escolarizar a las niñas, es decir, las cosas que suelen hacer las democracias. Pocos contaron con que sacar un país de la pobreza y retraso económico extremo iba a requerir una presencia militar y un desembolso económico muy por encima de lo que Occidente estaba dispuesto a comprometer, tanto en volumen como en el tiempo. Lo cierto es que la coalición internacional nunca llegó a desplegar las tropas necesarias ni a invertir las sumas necesarias para hacerse con el control del territorio y poner en marcha un Estado que funcionara. El resultado, un círculo vicioso de inseguridad e incapacidad gubernamental.
Ahí es donde aparece la tercera guerra, que más bien parece una rebelión pastún (la etnia dominante) como la que tuvieron que hacer frente los británicos en el siglo XIX. Se trataría de un movimiento de corte básicamente anticolonial en el que las estructuras tradicionales de poder del país se rebelan contra la ocupación extranjera y el Gobierno de Kabul, al que perciben como ineficaz, ilegítimo y títere de los extranjeros. Esa rebelión se origina en el sur del país y luego se extiende hacia el este y el oeste, lo que explica el aumento de la conflictividad en zonas tradicionalmente tranquilas, como la que ocupan los españoles.
Es en esa confluencia de guerras que retroceden en el tiempo donde la guerra de Afganistán llega a su fin desde el punto de vista de las posibilidades de obtener una victoria. Al Qaeda puede ser contenida o debilitada, incluso desplazada de lugar como resultado de una presión exitosa. Los talibanes tampoco son invencibles si son vistos como una fuerza extranjera que no respeta las tradiciones ni las estructuras de poder locales, especialmente si esos poderes locales gozan de autonomía y recursos para ganarse el apoyo de la población. Pero si la mayoría de la población pastún deja de confiar en el Gobierno de Kabul y en las fuerzas internacionales, y bien por miedo a los talibanes o como consecuencia de la corrupción, las víctimas civiles o la incompetencia de Kabul, decide mantenerse al margen o secundar a los talibanes, entonces hay poco que hacer. Las recientes elecciones legislativas son preocupantes precisamente por esa razón: la alta abstención significa que un gran sector de la población prefiere quedarse al margen y esperar a ver quién gana (talibanes o coalición internacional) antes de escoger bando.
Llegados a ese punto, las operaciones militares no tienen mucho sentido excepto como elemento debilitador de los talibanes cara a una futura negociación cuyo objetivo sea el acuerdo con los líderes pastunes. Afganistán no va a ser una democracia ejemplar en un futuro inmediato, pero tampoco queremos que se convierta en una nueva Somalia. Entre medias, sin gloria ni victoria, hay un gran número de males menores (y males mayores) con los que tendremos que convivir y entre los que tendremos que elegir. Inevitablemente, ello requerirá la presencia de la comunidad internacional, todavía por algún tiempo.
jitorreblanca@ecfr.eu
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