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Columna
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Gitanos

Jesús Ruiz Mantilla

Los semáforos de la Castellana, Gran Vía, Santa Engracia son sustento. La grava, la piedra y el polvo en los campamentos de la periferia, su colchón. El motor de su vida, un movimiento continuo, sin rumbo. Hasta que les echen. Donde quiera que caigan. Allá dónde creen que pueden arrancar un trozo de pan con algo dentro, una galleta, una manzana, el agua de las fuentes.

Son los gitanos rumanos. La cara marrón y parda de la pobreza. Un cliché andrajoso condenado a la lapidación. Esos brasas a veces sonrientes, a veces mal encarados, que nos asaltan con el coche parado y a los que mostramos nuestro desprecio enchufándoles el limpia parabrisas en las manos para que no nos pringuen con su jabón.

Cataluña está mostrando un catálogo de racismo preventivo
La indignación en el PSOE ha sido desautorizada por su líder máximo

Los huecos de sus camisas grandes de talla, heredadas de cualquier contenedor de ropa vieja en una parroquia o en una ONG, despistan sobre el verdadero tamaño de su necesidad. Los agujeros de sus calcetines y sus zapatos rotos no ocultan los ronchones de mierda que tatúan su piel. Ni el pelo recogido de las niñas, a menudo preñadas o con sus retoños en brazos, la tiña ni los piojos sobre sus cabezas, rondando siempre la mirada triste de su propia incertidumbre.

Los gitanos rumanos. Carteristas, chatarreros, mendigos, carne de los burdeles y todos los bajos fondos... Con suerte, vendedores ambulantes. Ni siquiera han sido genéticamente bendecidos por la gracia flamenca. No son más que la efigie de la miseria que tanto nos molesta, un reflejo del hambre, de la huida, de la mendicidad. Los gitanos rumanos ni siquiera son nuestros gitanos.

Tan solo ese icono que nos aterra. La cabeza de turco de nuestras propias frustraciones, el demonio que nos refulge dentro y al que hemos permitido mostrar lo peor de nosotros mismos. Han quedado estigmatizados. Utilizados a conveniencia a derecha e izquierda. Una inmundicia sobre la que Berlusconi, antes que nadie, azuzó y consintió desmanes civiles. No hace mucho que propició la extensión de la jungla sobre las cenizas del renacimiento en Italia a costa de ellos.

Sarkozy no ha tardado en copiarle. Ha visto ahora petróleo para desviar la atención de todos sus problemas con una ración oportuna de racismo institucional. El hombre ha demostrado que sabe destapar el tarro de las esencias más oscuras de su país. Pese a que la amemos por lo que representa, como Manuel Chaves Nogales cuenta en La agonía de Francia, las sigue teniendo. Lo malo es que a veces las pone en cuarentena y la grandeur empequeñece, invadida por los fantasmas de Vichy. Exactamente como describió el periodista andaluz in situ en plena guerra europea.

Su coartada presente: el orden, esa cosa tan napoleónica, tan degaulliana, tan aparentemente racional. Lo más extraño es que a ella se haya unido, ufano, hasta nuestro presidente, antaño paladín de los desheredados, que ya no sabe ni quién es, ni dónde está, ni para qué ha venido. Zapatero también levanta la bandera del orden, de la legalidad. Pero hay cosas, principios, mucho más importantes que ciertas leyes.

La epidemia parecía no haber prendido aún preocupantemente en nuestras calles. Pero el Partido Popular ya ha dado su primer paso en Cataluña. Esa inmundicia moral de nombre Alicia Sánchez Camacho ha acompañado a una eurodiputada francesa por los campamentos para que nos señale el origen del mal. Aquella región está mostrando un catálogo avanzado de racismo preventivo que espero no prenda en otras zonas de España.

Madrid necesita una vacuna contra todo eso. Todavía hay tiempo. Deberíamos armarnos, al menos civilmente. La respuesta no va a llegar por la derecha a juzgar por la actitud ventajista que parecen querer aprovechar con tintes xenófobos. Pero tampoco juraría que fuese la prioridad de los líderes de la izquierda, imbuidos en campañas estériles para sus primarias de juguete.

La indignación de los militantes y varios cargos del PSOE ante la persecución de los gitanos ha sido desautorizada por la alucinante actitud de su líder máximo en los foros de la Unión Europea. ¿Quién nos alerta? ¿Quién refuerza desde la clase política un discurso ético y moral contra el racismo que no nos haga arrastrarnos por el fango? Nos toca a los ciudadanos. Nadie más parece estar a la altura. Demos una lección.

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Sobre la firma

Jesús Ruiz Mantilla
Entró en EL PAÍS en 1992. Ha pasado por la Edición Internacional, El Espectador, Cultura y El País Semanal. Publica periódicamente entrevistas, reportajes, perfiles y análisis en las dos últimas secciones y en otras como Babelia, Televisión, Gente y Madrid. En su carrera literaria ha publicado ocho novelas, aparte de ensayos, teatro y poesía.

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