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Columna
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La hora de las rebajas

Josep Ramoneda

La prensa da cuenta de una Diada de bajo perfil reivindicativo, de moderación en los discursos y de renuncia a las consignas de unidad por parte de los partidos políticos. En menos de dos meses, hemos pasado de la indignación por la sentencia del Estatuto, de las apelaciones a la movilización masiva de la sociedad y de las vibrantes proclamaciones del fin del Estado de las autonomías a los rutinarios discursos tradicionales de cada una de las tribus del país. Artur Mas nos dice que antes de hablar de Estado propio hay que reforzar la nación -es decir, vuelve al pujolismo- y Montilla se propone como portavoz de los que no tienen veleidades soberanistas. ¿Qué ha pasado entre julio y septiembre? Dos cosas: que hay elecciones a la vista y que para transformar la indignación en política, para que esta no quede en un simple ejercicio testimonial, se necesita un proyecto político con capacidad de arrastre sobre la gran mayoría de la sociedad. Y en este momento no lo hay. En julio, los partidos políticos hablaban por y para los irritados; con la fecha electoral fijada, quieren hablar para todos.

El tripartito pudo ganar hegemonía social para la izquierda y tomar la centralidad del país. No supo hacerlo y ahora lo va a pagar

La unidad y la centralidad son dos mitos de la política contemporánea. El tópico dice que, en las sociedades con clases medias fuertes, gana el que ocupa el espacio del centro. El centro sería el segmento de contacto entre la derecha y la izquierda, lejos de los extremos de ambos lados. Conforme a esta doctrina, para tener opciones electorales hay que desnatar el discurso propio, rebajar el componente ideológico y abandonar cualquier veleidad transformadora que pueda asustar. En la búsqueda de este lugar simbólico llamado centro están ahora los principales partidos políticos. Toca moderación. No hay mejor artista del momento centrista que Duran Lleida, que lleva dos semanas tratando de descafeinar los brebajes del soberanismo.

Decía François Mitterrand que para ganar unas elecciones lo primero y principal es hacer el pleno de los electores propios. Si se consigue, la conquista del centro se da por añadidura, porque no tiene contenido, sigue la inercia dominante. Y le salió bien: engulló a toda la izquierda y acabó ganando. A este reflejo responde el discurso de repliegue en la tribu. Ahora todos se acuerdan de sus electores tradicionales, vuelven a los discursos de siempre y se alejan de cualquier veleidad prometida en el fragor de las indignaciones.

El centro no existe. La centralidad no es un espacio fijo, entre el cuatro y el seis, de una escala del uno al diez, en que los ciudadanos se colocan según su posición ideológica. El centro varía, porque el centro es el punto de condensación de la hegemonía política e ideológica en una sociedad determinada. El centro puede ser la moderación, pero puede ser también la revolución o el cambio estructural cuando una sociedad decide romper con su pasado, como ha ocurrido en transiciones de los más diversos pelajes. El PSOE de los ochenta era el centro, porque Felipe González convenció a una amplia mayoría social de que solo su Gobierno podía consolidar la democracia en España, y por un tiempo, a su lado, todos los demás parecían doctrinarios. La centralidad, por tanto, la marca la hegemonía política. El tripartito tuvo una gran oportunidad de ganar cierta hegemonía social para la izquierda y conquistar de este modo la centralidad del país. No lo ha sabido hacer, porque en realidad nunca hubo un proyecto común real. Y ahora lo va a pagar.

La cuestión de la unidad, tantas veces evocada en este país, tiene que ver con la centralidad. La unidad no puede ser el fruto del acto voluntarista de ir todos detrás de la misma bandera. La unidad se construye a partir de un proyecto que sea capaz de atraer a la amplia mayoría de los ciudadanos y que, como consecuencia de ello, obligue a otras fuerzas políticas, sin renunciar a la posición crítica y propia de cada cual, a subirse a este barco. En Cataluña, no hay unidad porque este proyecto no existe. O por lo menos no hay ninguna formación que haya sabido convertirlo en proyecto colectivo con capacidad de atracción. Algunos sostienen que es más fácil que se produzca la unidad española que la unidad catalana. Dicho de otro modo, el PSOE y el PP tienen un mínimo proyecto unitario común para el Estado español, mientras que no está tan claro que las fuerzas políticas catalanas tengan un denominador común equivalente. Y mientras sea así, tocarán las de perder. Y puesto que no consigo vislumbrar un proyecto aglutinador de suficiente calado, me temo que de aquí a las elecciones seguirán todos de rebajas, buscando el centro.

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