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Columna
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La ciencia de resolver conflictos

José María Ridao

La principal característica de la tregua declarada por los etarras no es que sea unilateral; es que se trata de una tregua sin contenido, puesto que se comprometen a no hacer aquello que no han podido hacer durante meses. Es probable que la esperanzadora reacción de los partidos democráticos tenga que ver con la intuición de que los terroristas pretenden presentar como concesión algo que, en el fondo, le ha venido impuesto por la política antiterrorista. La presión policial y judicial ha mermado su capacidad de cometer atentados, por más que la combinación de un fanático y una pistola siempre pueda provocar una tragedia. Y la ilegalización de Batasuna, por su parte, ha convertido en contradictorios los intereses de los de las pistolas y los de las buenas palabras, acentuando la parálisis tanto de unos como de otros. Si, como se dice, una de las causas más determinantes de la tregua responde a este conflicto interno, es difícil entender por qué el Estado debería dar pasos para ayudar a resolverlo. Sobre todo cuando cualquiera de sus posibles desenlaces le beneficia: si los terroristas mantienen la tregua, porque la mantienen, y si la rompen de nuevo, porque, según el axioma admitido, saldrán aún más debilitados.

Entre las muchas simplezas a las que nos van acostumbrando estos tiempos de política basura, hay una particularmente extravagante que es la de proclamar que existe una ciencia de resolver conflictos. Semejante buena nueva no pasaría de ser una variante de la charlatanería si, para desgracia de quienes los padecen, no estuviera contribuyendo a desenfocar el análisis sobre los pasos a seguir en la lucha antiterrorista. A juzgar por las declaraciones de algunos gurúes de la ciencia de resolver conflictos, el punto en que se encuentra el terrorismo etarra exige ajustar su eventual final a alguno de los modelos teóricos que, como los antiguos viajantes de comercio, llevan en el maletín. Así, pues, aquí tenemos la vía sudafricana o, si se prefiere, la irlandesa, por no hablar de la ingente variedad de las latinoamericanas, todas ellas coronadas por el éxito y todas ellas formuladas como ecuaciones abstractas en las que basta introducir los datos de un caso concreto para obtener el resultado apetecido.

El desenfoque en el análisis que está propiciando la supuesta ciencia de resolver conflictos consiste en eso, en que antepone el valor de los modelos al de los datos, lo que es tanto como dejar la política antiterrorista en manos de especulaciones elaboradas con regla y compás, junto a unas gotitas de historia, en lugar de formularla a partir de la comprensión de realidades que son distintas y singulares.

En virtud de esas especulaciones, y no de la realidad que atraviesa el terrorismo etarra, parecería que la prioridad política del momento consiste en determinar las condiciones para que Batasuna regrese a la legalidad. Difícilmente puede ser prioritario determinar algo que ya está determinado, y que Batasuna conoce tan bien que, justo por eso, está intentando que los terroristas se muevan en la dirección en que lo han hecho. Pero no es este el mayor desenfoque del análisis que está propiciando la supuesta ciencia de resolver conflictos. A fuerza de especular sobre el papel que podría desempeñar Batasuna, o la izquierda abertzale, en alguno de los modelos teóricos que ofrece para el País Vasco, se está dando a entender que se trata de un ente colectivo, en el que si hay ciudadanos concretos es de un modo, por así decir, pirandelliano, gente varada en un escenario político en el que no comparece su partido. Parecería que, sin él, no son ciudadanos, como tampoco serían personajes los de Pirandello por el simple hecho de representar una farsa en la que fingen buscar a su autor.

El problema al que se enfrenta el Estado no es qué hacer con Batasuna, o con la izquierda abertzale, para que ocupe su lugar en el guión prefabricado que propone la ciencia de resolver conflictos; el problema del Estado es cómo impedir que los terroristas dispongan otra vez de un partido sin mermar, al mismo tiempo, los derechos de unos ciudadanos que se inclinaron por esa opción mientras fue legal, pero que no por ello pasaron a ser de su propiedad ni se encuentran, por tanto, políticamente desamparados. Cuando los de las buenas palabras soliciten dentro de poco legalizar un partido no estarán erigiéndose en portavoces de un ente colectivo al que desean facilitar una representación en las instituciones; por el contrario, estarán intentando capitanear de nuevo un proyecto político que, hasta ahora al menos, necesitaba de la complicidad de los de las pistolas. Los gurúes de la ciencia para resolver conflictos deberían aterrizar de sus ecuaciones abstractas, y prestar más atención a los datos.

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