Cabo Verde, en cuerpo y calma
Margarida, la barquita azul, regresaba de alta mar hacia el embarcadero como cualquier otra barquita con la vela arriada, el motorcito en marcha y el patrón, con camisa negra y sombrero de paja, al timón. Y dentro, el marinero muerto del que se iba a hablar durante algunos días. Era la tarde del 11 de julio y soplaba un poco de brisa en la terraza del bar Preguiça, cuatro o cinco mesitas bajo un palio de caña. Por el rabillo del ojo, a la derecha, también podía ver tinglados y almacenes portuarios y la aduana marítima, unas naves de madera abrasada por el sol, construidas en tiempos coloniales, a las que desde 1975 no se le ha dado ni una mano de pintura, y delante el malecón y el mar azul. En el bar Preguiça siempre encontrabas mesa libre: para los blancos era demasiado simple y para los negros demasiado caro, y además el camarero, Jauino, era lacónico, bastante displicente y adusto, quizá le caían mal los clientes blancos.
"Durante tres siglos y medio las islas fueron base del comercio de esclavos global y luego, etapa en los viajes trasatlánticos"
"En la isla de Boa Vista, a diferencia de en California, no se ve ni un solo surfista, ni a un Beach Boy, ni siquiera a una vigilante de la playa"
"Esa noche había dos músicos jóvenes, uno tocando un piano mecánico, y otro una guitarra y una 'cavaquinha'. Cantaban con voz suave"
Quizá su tatarabuelo fue uno de aquellos esclavos que los negreros portugueses se traían del continente, de las tribus de lo que ahora es Senegal, y reunían en estas islas antes de cruzar el océano Atlántico para venderlos en los mercados americanos. El suelo del Preguiça estaba encharcado de tedio, y la cerveza estaba tibia. A pesar de todo eso, al atardecer es un sitio excepcional: se veía desde allí el mar inmenso y misterioso. El sol poniente ponía incandescentes los cascos de los petroleros que llevaban semanas fondeados frente a la costa, hechizados por un conflicto diplomático con un caudillo de Venezuela, precisa y exactamente en donde siglos atrás -me dijo un día el señor Fonseca, propietario del hotel Estrela-do-Mar y gran señor isleño fondeaban los buques negreros. Calma chicha por toda la eternidad. A veces aparecía en la terraza un tripulante de uno de aquellos grandes buques, un mecánico o fogonero a juzgar por el rostro y el peto tiznados de grasa, un sujeto oriental de aspecto consumido y frágil, pero que despachaba botellines de cerveza como un Falstaff, y luego, comprobado que todo el líquido ingerido no bastaba para aturdirle en la medida deseada, se pasaba a los chupitos del licor transparente, oleoso, fuerte llamado grogue, para luego sacudir la cabeza como quien apaga una cerilla, pagar al camarero y alejarse, con rostro congestionado y pasos inciertos, pasando el peso del cuerpo de una pierna a otra, con gran esfuerzo de la voluntad y prurito de decoro, y perderse tras una esquina de la ciudad. La terraza se quedaba vacía, soplaba la brisa, la tarde avanzaba, Jouino (él se sabría sus cosas) desaparecía de la vista.
Durante siglos, durante eones, estas islas estuvieron deshabitadas y fueron efectivamente verdes como el cabo continental del que toman el nombre, cubierto su suelo volcánico de vegetación, hasta que mediado el siglo XV las descubrió el navegante veneciano Alvise Cadamosto, al servicio de Enrique el Navegante (1394-1460), hermano del rey y la figura más destacada del principio de la era de los descubrimientos. Durante tres siglos y medio las islas fueron base del comercio de esclavos global y luego, etapa en los viajes trasatlánticos. Una explotación agrícola mal pensada, quizá un cambio climático, peló las islas. Para la población, mestiza de portugueses y africanos, la historia de sus antepasados es una historia de hambrunas periódicas y emigración masiva, lo que explica, según el señor Fonseca, el carácter "indolente y fatalista" del personal. Hay más caboverdianos en la emigración (700.000) que viviendo en su propia tierra. Quizá tomando todo esto en consideración, de forma inconsciente, para aquel camarero Jauino, del Preguiça, términos como "atención al cliente" o "competitividad" eran tiránicos e incluso carecían de sentido. O quizá era un tío borde. En cualquier caso estaba absolutamente ocupado en aburrirse. Su actitud indolente y fatalista hacía que al pedirle otra lata de refresco te sintieras un colono, un intruso. Probablemente lo eras. Solidario con él, me pasé a su bando, me aburrí. Era un sitio excelente para esto; el cielo, con sus dramáticos jirones de malva y oro resplandecientes, que se iban apagando, bajaba en la curva cupular más grande y majestuosa del mundo en busca del horizonte, pero antes de hundirse en el mar se ocultaba tras una franja turbia de viento continental saturado de arena del desierto africano. Toda veleidad de emprender alguna acción percutiva contra la resistencia del aire antes de la hora en que la atmósfera, por propia iniciativa, se disuelve un poco, se aligera, pierde densidad, parecía una insensatez. Postal de Cabo Verde: cielo luminoso, mar azul y transparente, terraza en el malecón, el chapaleo del agua que lame el embarcadero, la presencia lateral de esos tinglados de madera roída por el sol, la sal, la humedad, el tiempo, y ya fuera del cuadro, el callejón miserable en un desmonte salpicado de desperdicios que los escuálidos perros roen y chupan y lamen hasta hacerlos brillar como el limpiabotas al calzado del señorito; sur, callejón donde la naturaleza se desprende (sospecho que no sin alivio) de la máscara amena y colorista del crepúsculo espectacular (¡qué variado es el mundo!, ¿no? "¡No!", responde por telepatía el camarero) y muestra su rostro de muladar empedrado de casquería. Et in Arcadia Ego. Desde una ventana llega tenue la melodía dulce y perezosa de una morna famosa:
Quem mostro'b / Ess caminho longe? / Quem mostro'b / Ess caminho longe? // Ess caminho / Pa São Tomé // Sodade sodade sodade / Dess nha terra d'São Nicolau // Si bo t'screve'm / M'ta screve'b / Si bo t'squece'm / M'ta squece'b // Até dia / Ke bo volta // Sodade sodade sodade / Dess nha terra d'São Nicolau.
(¿Quién te enseñó / ese largo camino / quién te enseñó ese largo camino / ese camino para São Tomé? // Nostalgia, nostalgia, nostalgia / de mi tierra de São Nicolau // Si tú me escribes / te escribiré. / Si me olvidas / te olvidaré. // Hasta el día / en que regreses).
Así es como se reciben las tragedias en esta página de Oceanografía del tedio, aquel alarde antinarrativo y radical que Eugenio d'Ors escribió sin levantarse de la tumbona de un hotel de La Garriga, provincia de Barcelona. Silenciosamente se habían congregado en el embarcadero dos docenas de hombres, gente portuaria. Luego llegó un coche de la policía, se apearon dos agentes, se pusieron a mirar, como los demás, la cubierta de la barquita azul cielo que se llamaba Margarida, donde el marinero de la camisa negra y el sombrero de paja amarraba parsimoniosamente una soga al noray. Al fondo de la barquita brillaban los peces plateados presos en una red, y al lado se extendía el bulto del muerto, cubierto con una manta. Los policías en cuclillas interrogaron en voz baja al superviviente, muy afectado: estaba desdentado y al explicarse con vehemencia la boca y las mejillas se le retorcían en unos rictus conmovedores. Rui, se llamaba. Se fue con uno de los policías, el otro policía se quedó de guardia, se disolvió el grupo de curiosos, hablando en murmullos. No hubo una voz más alta que otra, no se oyó un grito, no lloró nadie. Jouino avisó que tenía que cerrar. De todas maneras, quién hubiera querido quedarse allí bajo el palio de la luz crepuscular, mirando al policía, que fumaba, sentado en el noray, y a sus pies la barquita azul meciéndose... Navigare necesse est, vivere non est necesse.
Cabo Verde: un archipiélago de origen volcánico en el océano Atlántico, con 4.000 kilómetros cuadrados de superficie, a 600 kilómetros de distancia de Senegal, repartido en dos grupos de islas. Al sur, las de sotavento: Brava, Fogo, Santiago y Maio. Al norte, las de barlovento: Boa Vista, Sal, São Nicolau, Santa Luzia, São Vicente y Santo Antão. Una población de 400.000 habitantes y casi el doble de expatriados que han salido a buscarse la vida por esos mundos. Temperatura media anual: 20-25 grados en invierno, 30 grados en verano.
Islas en buena parte áridas, gracias a ese clima confían su prosperidad a sus playas, gancho para el turismo. A la salida de algunos pueblos se encuentra fácilmente un hotel o pensión, y un restaurante, y chiringuitos donde se alquilan lanchas y esquís, catamaranes y tablas de windsurf, artes de pesca y equipos para practicar submarinismo en los peñones e isletas. En torno a estas tiendas se congregan los turistas, si te alejas cien metros ya no encuentras a nadie. Caminando por la arena, un grupo de palmeras desmochadas, una fábrica de ladrillos abandonada o un pecio oxidado que asoma del mar son las únicas amenidades, aparte de las dunas, el mar y el cielo. Caminando, caminando, se llega a un resort lujoso, con jardín arbolado y unos clientes en las tumbonas alrededor de la piscina, que te observan como a un náufrago, y en el restaurante, sobre mantel de hilo, con cubertería de plata y un cubo de hielo para el vino, las camareras con cofia sirven la lagostada, los cangrejos y los platos de pescado, pero difícilmente vegetales, porque hay que traerlos del continente.
La playa de Curralinho, llamada "de Santa Mónica" porque dicen que recuerda a las de California, es larga, interminable, de una arena blanca y finísima, sacudida por el viento. Solo es accesible con coche que, agotada la carretera y pasado Povoaçao Velha, pueda circular sobre el laberinto de pistas confusas que llevan al faro de Morro Negro o del fin del mundo. En la isla de Boa Vista. A diferencia de California, aquí no se ve ni un solo surfista, ni a un Beach Boy, ni siquiera a David Hasselhoff y sus abnegadas vigilantes de la playa. No se ve alma viviente. Al volver del baño el viento te ametralla con granitos de arena y ni siquiera encuentras la ropa, cubierto el lío por la arena. Un pecio encallado en el peor de los casos te puede proveer de mejillones.
Se hizo, creo que en los años sesenta o en los setenta, un voluntarioso esfuerzo por orquestar una economía autosuficiente, que empezó reforestando las islas. Toda la población fue movilizada para plantar millones de árboles. El esfuerzo resultó vano en buena parte del territorio, pero la abundancia de playas sensacionales como esta y el clima cálido todo el año llamaron la atención de la industria turística, siempre activa, dinámica y en busca de paraísos naturales, y ciudades como Santa María, en la isla de Sal, que es la más visitada del archipiélago, a tres horas de vuelo desde Lisboa, van tomando el aspecto tontorrón pero alegre de poblado del Oeste americano con olor a cocina y anuncios de neón. Hoteles y resorts en primera línea de mar, apartamentos y chalets, y luego, en segunda línea, restaurantes, bares, alquileres de motos, tiendas de "artesanía" senegalesa (jirafas de madera, tótemes bosquimanos, túnicas estampadas), de gafas de sol, de pilas eléctricas, de botellas de agua mineral, dispuestas según un urbanismo que parece algo caótico, pero seguro que tiene su propia lógica. Algún trémulo arbolito, una acacia africana, sobrevive no se sabe cómo al amparo de una tapia.
En la playa de Sal trabé conocimiento con Pedro, un diplomático español jubilado, desarraigado después de haberse pasado la vida adulta entre la Ceca y la Meca, que había reducido, me pareció, su círculo social a dos personas: su mujer, encantada de conocerle, y él mismo, también razonablemente satisfecho. Sustentada su cuenta corriente con una buena pensión y unas rentas, se había comprado una casa en la playa, un chalet con arcos, escalera exterior, terraza, veranda. "Bueno, ¿qué te parece la casa, te gusta?". Respondí que me parecía "grande... sólida... aireada... bien situada". Comprendiendo, se encogió de hombros. Dijo: "Bueno, es una casa". Tenía Pedro una buena tripa y expresión de hombre al que casi todo le resulta un poco indiferente salvo comer y tomar el sol, y como era gallego, de Santiago de Compostela si no recuerdo mal, me trajo a la memoria aquellos versos de Ferreiro "Agora tomo o sol. Pero até agora / traballei cincoenta anos sin sosego..." que no necesitan traducción. Celso Emilio Ferreiro no es mi poeta preferido, desde luego, pero no se me borran de la memoria algunos versos suyos, como estos, por más que me suenan a mal presagio, no sé si por lo de "trabajé cincuenta años" o por lo de "ahora tomo el sol." No sé qué será peor. Pedro me explicó las ventajas de pasar allí su jubilación, las ventajas de ahora tomar el sol en Cabo Verde: "El servicio atento, aunque bien es verdad que no muy locuaz ni empático, ¿verdad? Los precios, moderados. La comunicación con Europa, razonable gracias a ese vuelo nocturno que te planta en tres horas en Lisboa; playas, las que quieras, hasta cansarte...". Todo me parecía muy puesto en razón, pero en honor a la verdad tuve que advertirle que en mis últimas visitas al archipiélago había observado cambios muy acelerados y potencialmente preocupantes, y que las que ahora le parecían ventajas se trocarían en inconvenientes, que aquellos comercios feúchos y bloques en construcción que se alzaban tímidamente e impregnados del encanto de lo precario, de lo que empieza esperanzado, ilusionado, con ilusiones de prosperidad, alrededor de su palacete de Sans-Souci, en los próximos años iría rápidamente aumentando su densidad. ¡No pasará mucho tiempo antes de que su orgulloso chalet a los cuatro vientos y encarado al mar, Sans Souci de Cabo Verde, se mustie a la sombra de algún bloque de apartamentos! "Bueno", me respondió, "¿y qué? No, en serio, me da igual, cuando se hayan cargado esta isla nos iremos a otra, a Fogo, por ejemplo, que aún está intocada".
Así hablaba el gran viajero blasé, mi Ulises de Santiago de Compostela, que a lo largo y lo ancho de este mundo ha conocido tantas latitudes y confines que todas le dan ya un poco igual. ¡Cómo comprendo su desapego! ¡Cuánto envidio esa libertad!
Un malentendido me había dejado sin hotel —supuestamente el e-mail con el que confirmé mi reserva en el Morabeza se perdió en el hiperespacio—, así que don Pedro y su mujer me invitaron a quedarme en su casa, en su cómodo cuarto de invitados, con ventilador en el techo, donde no me faltaría de nada, tenían incluso en el salón una estantería llena de libros de la colección Austral y Alianza Bolsillo, además de las pinches novelas policiales que ella leía, y además estaría a mi disposición la cocinera, experta en magia negra continental. Pero preferí, tras gestiones telefónicas infructuosas con el hotel Dunas de Sal, el Crioula y el Djadsal Holyday Club, resignarme a la zona suburbial, al hotel Estrela-do-Mar, de una modestia grande, pero decoroso y limpio, incluso con aire acondicionado en la habitación, y unas palmeras en el fresco, recogido patio, y en el jardín una alberca en funciones de piscina, con luces submarinas, junto a la cual, por ser no sé qué festividad, por las noches se daban conciertos de morna. Esa noche había dos músicos jóvenes, el uno tocando un piano mecánico y el otro una guitarra y una cavaquinha, que es una guitarra pequeña, de cuatro cuerdas. Cantaban con voz suave:
Dxam morrê ta sonha / Na sombra di odjo magoado / Duma pequena gentil / Di corpo perfumado // Assim dxam morrê ô flor / Na sombra di bo odjinho / Dxam morrê ta sonha / Assim c'ma pomba na sê ninho // Si pomba é feliz na sê ninho / A mim também mi é feliz / Na sombra di odjo ma carinho / Di Miss Perfumado.
(Déjame morir soñando / a la sombra del ojo oscuro / de una muchacha gentil / de cuerpo perfumado // Déjame morir así, oh flor, / A la sombra de tu pequeña mirada / Déjame morir soñando / Como la paloma en su nido // Si la paloma está contenta en su nido / Yo también lo estoy / A la sombra de la mirada tierna / De la Señorita Perfumado).
A la mañana siguiente, en torno al bufé del desayuno —frutas, yogur, jamón, arroz, huevos fritos, pescado, que tenía un conmovedor no sé qué de pensión escolar, entre los huéspedes alemanes y holandeses, jóvenes la mayoría, en camiseta y pantalón corto y con sandalias de cartujo montañero, a los que en los días siguientes vería, desnudos y lechosos en torno a la piscina, yo, hablando con unos y otros y observándolo todo con esa gran curiosidad mía de desocupado, pude hacerme una composición de lugar, que despertó mi admiración por el dueño del hotel, un negro alto, ya viejo pero atlético y erguido, que se llamaba senhor João Fonseca. Tenía la piel de una negritud intensa, profunda, morada. Treinta años atrás emigró a Hamburgo, Alemania, y con los ahorros de aquellos 30 años trabajando como pinche de cocina y luego cocinero pudo regresar a casa y montar el hotel, pequeño negocio familiar en el que tenía empleados a sus hermanos, hijos, hijas, nueras y yernos, a toda la familia la había sacado del paro y la tristeza y otorgado cierto orgullo de pertenencia a una casta triunfadora, que él tutelaba, él, el patriarca siempre atento, siempre vigilante y consciente de la responsabilidad que se había cargado sobre los hombros, cierta alegría de vivir y confianza en el futuro, confianza en más y más turistas, más clientes, más prosperidad y seguridad.
Por todo esto, aunque el hotel Estrela-do-Mar está situado en un suburbio desafecto, desperdigado, sin asfaltar, salpicado de edificios a medio construir que aguardan, para que la hormigonera vuelva a ponerse a rotar y se levante el siguiente piso, a que llegue el dinero del emigrante que lo sufraga, barrio que vacila entre incorporarse del todo a la ciudad o regresar a la condición previa de pedregal ceniciento, lo que le exigiría mucho menos esfuerzo, el Estrela-do-Mar me cayó mucho más simpático que Ca Mauro, hotel a pie de playa, de una playa extraordinaria. Lo gestionaban unos italianos que en aquellos días se estaban divorciando, Mauro y Alessandra, y el personal de servicio eran caboverdeños silenciosos. El turismo tiene en estas islas una fuerte implicación de inversores italianos aventureros. Estos, en los sitios de vacaciones, en vez de relajar el cuidado de sus apariencias, tienden a extremarlo, según tengo observado. Las mujeres bajan a la playa maquilladas y puedes estar seguro de que llevarán el biquini de un color a juego con las chancletas, y éstas a juego con los abalorios y complementos. Pero así no se iguala la elegancia anatómica de los negros.
Recuerdo que una mañana, en la terraza frente al mar desayunaban dos ancianas inglesas deportivas, positivistas, ancianas inglesas de esas que ignoran la pereza y que te encuentras inesperadamente en los confines más inaccesibles, iguales a sí mismas en chozas y en palacios, y que comentaban, entre sorbo y sorbo a sus tazas de té, el caso de la sospechosa muerte del pescador de la barquita Margarida. Parecían bien informadas y yo tendía hacia ellas la oreja para tratar de enterarme de si se había tratado de un accidente o si su compañero, el del sombrero de paja, la camisa negra y la boca desdentada, que se llamaba Rui, hastiado de sol, le había matado. Como Mersault al árabe en El extranjero. A golpes de remo, como Ripley a Greenleaf en A pleno sol. Pero ellas eran discretas y hablaban bajito. En el otro extremo del comedor, Alessandra, la dueña, debidamente maquillada, peinada y decorada como abeto navideño, sostenía una conversación confidencial con sus amigas Cecilia y Diana -asimismo también laboriosamente disfrazadas, laqueadas, abrillantadas, y Diana, además, coquetamente tatuada en el tobillo con la imagen de un sol sobre su inminente ruptura y divorcio de Mauro. El nerviosismo las hacía alzar la voz más de lo que creían. Casi a gritos. Para Alessandra, la decisión estaba tomada, no, ya no había vuelta atrás. Se mencionaron agravios, sinsabores y engaños del sujeto decepcionante, se palpaba en el ambiente la tensión nerviosa y emocional, pero ella había decidido que no se vendría abajo, sino que reconstruiría su vida. Pensaba cuidarse porque todo esto la estaba dejando en los huesos, ella misma no se reconocía. Para empezar, hablaría con su abogado, en Roma, y luego... Las amigas asentían a estos propósitos y la felicitaban por su entereza, claridad de ideas y determinación.
Una de ellas reparó en mí, un sujeto vestido de oscuro que desayunaba pensando que es extraño estar en aquel archipiélago, tan lejos de Barcelona, en una terraza entre el cielo y el mar, entre la muerte del marinero y las mismas eternas historias de amores, desamores y dinero.
-Quello, chi è? Un francese?
Alessandra bajó un poco la voz para responder:
-Náa, è uno spagnolo.
Y agregó con infinito desprecio:
-Ma va vestito come in città.
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